Año 1973. El poeta Manuel Ríos Ruiz recibe la primera insignia de la Cátedra de Flamencología de la mano del gran bailaor Tío Parrilla de Jerez. FOTO: ARCHIVO CÁTEDRA FLAMENCOLOGÍA.
Año 1973. El poeta Manuel Ríos Ruiz recibe la primera insignia de la Cátedra de Flamencología de la mano del gran bailaor Tío Parrilla de Jerez. FOTO: ARCHIVO CÁTEDRA FLAMENCOLOGÍA.

Manuel Ríos Ruiz se nos ha ido. Nacido en el jerezano barrio de Santiago en 1934, su trayectoria vital y literaria es un claro ejemplo de vocación poética y superación personal. José Jaén, prologuista de su antología La memoria alucinada (Calambur, 1998), cuenta que, de pequeño, ayudaba a sus padres en el pastoreo y otras labores de campo. Aprendió las primeras letras de su madre. En la casa que había en la viñita de su abuelo, encontró los libros que se dejara un huido maestro republicano, entre ellos, las poesías de Manuel Machado y las de Fernando Villalón. Con éstas y con la elegía de Adriano del Valle a Manolete —que leyó en la revista taurina El Ruedo—, descubrió su vocación poética. En 1954 comienza su actividad periodística en el diario local Ayer. En 1958, con su amigo Juan de la Plata y otros, fundó la Cátedra de Flamencología de Jerez. Precisamente al flamenco dedicó diversos ensayos y versos como los de Razón, vigilia y elegía de Manuel Torre (Premio Nacional de Poesía Flamenca, 1978). 

Al igual que otros autores gaditanos de su generación —la promoción de los sesenta, conocida como generación del lenguaje o de la palabra—, se trasladó a Madrid, en 1965, para dedicarse plenamente a la literatura y al periodismo. En 1972 recibió el Premio Nacional de Literatura por su obra El oboe. Fue secretario y director, sucesivamente, de La Estafeta Literaria. Entre 1963 y 1991 publicó catorce libros que recogen su singladura poética y varias antologías. Han sido recopilados en Libros de poemas (Calambur, 2011). Eugenio de Nora ha caracterizado muy certeramente su poesía: “la lírica de Manuel Ríos Ruiz trasciende de lo individual a lo colectivo, la utilización de mitos y símbolos populares la convierte en una verdadera épica popular, en una crónica del alma andaluza, a la par de que establece un vínculo de unión palpitante entre los hombres. Ahí radica su carácter social, cívico y solidario. La poesía de Manuel Ríos Ruiz promueve los aspectos fantásticos y mágicos de la realidad, desplegando una sorprendente riqueza verbal que se apoya en un continuo énfasis. Su palabra torrencial, multicolor, incontenible, nos conduce a la fascinación y al vértigo del lenguaje. Característica que se ve complementada con la musicalidad de sus versos”. 

Yo añadiría además que sus poemas reflejan un entorno muy nuestro, andaluz y jerezano, una cultura ancestral arraigada en la tierra que ya prácticamente se ha perdido

Yo añadiría además que sus poemas reflejan un entorno muy nuestro, andaluz y jerezano, una cultura ancestral arraigada en la tierra que ya prácticamente se ha perdido. Hay que volver a los poemas de Ríos Ruiz para rescatar pedazos y jirones de nuestra más fecunda identidad. Su poesía nos devuelve, como por arte de magia, un pasado mítico —pero autobiográficamente real— que a nos atañe y conmueve. 

Recuerdo al hombre, la gran persona que era. Siendo yo un imberbe estudiante de Bachillerato, acudí a la presentación de Una inefable presencia, un poemario suyo sobre Dios. Tuvo lugar en la Cátedra de Flamencología, cuando aún estaba en la plaza Silos. Creo que Juan de la Plata introdujo el acto. Se trataba de mi primer encuentro con un escritor importante —¡nada menos que un Premio Nacional de Literatura!— y con el mundillo literario. Al mismo acudieron el también adolescente Carlos Jiménez, que escribía entonces versos lorquianos, y un jovencísimo Miguel Ángel Lebrero. Quizá mezcle los recuerdos. Lo cierto es que allí conocí a Manuel Ríos Ruiz. 

Era un hombre pequeño con un corazón grande. Sus revistas —alguna de nombre tan jerezano como La Venencia— siempre estuvieron abiertas a los jóvenes valores y, desde la prensa, alentaba con sus críticas a los nuevos autores. Conocerlo fue, por tanto, establecer una vinculación, mantenida a través de sucesivas colaboraciones, comentarios, lecturas y encuentros, esporádicos pero en sucesión de continuidad. Vivía en Madrid, pero, cuando menos lo esperabas, podía aparecer con su señora esposa por la Porvera, una estampa entrañable que ya no se repetirá. Ahora estará en el seno de Undivé —el dios de los gitanos y de quienes aman a los gitanos—, conversando quizás con el patriarca Tío Parrilla o con su elegíaco Manuel Torre: “Porque lo quiso Undivé, porque Undivé lo quiso desde el sitial más alto de los sueños,/ desde la víscera sustancial de las Andalucías”.

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