Unos reyes llegan, otros no se van

Aprendí mucho de los Reyes Magos en una época de tan gris miseria en los pueblos de nuestra tierra, y otras tierras

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Escritora y analista social.

Figurante en la Cabalgata de los Reyes Magos de 2023.
Figurante en la Cabalgata de los Reyes Magos de 2023. MANU GARCÍA

La festividad de los Reyes Magos es los niños con los ojos abiertos como platos. 

Era la lluvia de caramelos bajo el manto de las luces navideñas de la Calle Larga, la impaciencia por que llegara la carroza de Baltasar. Una infancia de mediados de los sesenta del siglo pasado.

Del siglo pasado también he conocido mujeres que recuerdan su infancia transcurrida en la década de 1940 de esta forma: “Lo veo como si lo estuviera viviendo ahora mismo”.

Y así una de ellas cuenta que después de varios años pidiendo a los Reyes una muñeca por fin se la trajeron. “Me llevaba todo el día jugando con ella. Mi abuela le hacía vestiditos de retales y me pasaba las tardes vistiéndola y desvistiéndola. Era una muñeca de cartón con unos ojos pintados la mar de bonitos. El pelo no era como las de ahora, sino también pintado, pero a mí me daba lo mismo porque yo me imaginaba que tenía pelo y la peinaba. Le daba de comer, la acunaba, todo. Y un día se me ocurrió bañarla. La metí en el barreño y se me deshizo entre los dedos. Yo creo que nunca he llorado más.”

Otra, que pasó su infancia en un pueblo pequeño, recuerda que en su casa había poco, “lo justo y bien justito, pero casi todos andábamos así”. “Los Reyes nunca llegaban por allí, se perdían por el camino. Pero un año llegaron y nos encontramos cada hermano con una caja chica y dentro cuatro o cinco caramelos, que nos los comimos corriendo porque si no, el otro te los quitaba”.

“A mí me trajeron una vez una muñequita de palo, así, en cruz, para que tuviera brazos, y tenía una cabeza de trapos con dos botones que eran los ojitos y un vestidito blanco. Mi madre me enseñó a dar puntadas para que le hiciera vestiditos con retales. Ella me cortaba los trozos de tela y me decía por dónde tenía que coser. Mi vecina cosía para la mujer del alcalde y algunas veces me daba trocitos de tela muy bonitos.”

“Yo recuerdo una naranja bien gorda que me supo a gloria”, y pelotas hechas de trapos y cuerdas algunas veces para los varones, y más de un año nada.

De todo esto hablábamos a cuento de haber leído Las desiertas abarcas, un bello poema de Miguel Hernández que comienza así:

Por el cinco de enero, 

cada enero ponía

mi calzado cabrero

a la ventana fría. 

Y la última estrofa concluye:

Y hacia el seis, mis miradas 

hallaban en sus puertas

mis abarcas heladas,

mis abarcas desiertas.

Aprendí mucho de los Reyes Magos en una época de tan gris miseria en los pueblos de nuestra tierra, y otras tierras. Es nuestra memoria histórica en minúsculas, esa de la vida cotidiana de la que procedemos y nos precede; esa que a veces queda algo eclipsada cuando escribimos memoria e historia con mayúsculas. Es la memoria tangible, y tan fresca como antaño, de quienes no tienen voz pública, el susurro de la historia que impregna las raíces de nuestra sociedad actual. 

Son mujeres que pasan en un segundo de sus recuerdos al gozo y la algarabía de lo que quieren sus nietos ese año, de lo que regalarán a sus hijos, de lo que ellas han pedido, ahora en la tierna confianza de que sí, ahora sí se lo van a traer.  

Son las mismas mujeres que un día hablando de los reyes -los que salen en la tele durante todo el año-, por la época en que habían visto en los informativos lo del “Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”, manifestaban su hastío, hartazgo, disgusto con la monarquía. Se preguntaban para qué servía tener un rey, una familia real, una casa real si no era para gastarse los dineros de todos nosotros sin utilidad alguna. Por entonces aún no habían salido a la luz pública demasiados trapos sucios. Entre opiniones y quejas les planteé que si no éramos una monarquía habríamos de ser una república: cambió el tono, cambiaron las expresiones de los rostros:

Pues eso es lo que tendríamos que ser.

A mí me gustaría, pero... ¿y si pasa lo mismo que entonces?

Yo estoy de acuerdo con la monarquía, pero en el plan que está no.

El deseo y la duda. El deseo y el miedo. La memoria histórica tan cercana para ellas fuera de papel, tinta, libros e internet. Yo me aventuré: Imaginaos que se convoca un referéndum de verdad, legal, para decidir si los españoles queremos ser una monarquía o una república. Vamos a ponernos en situación y pensad un par de minutos con tranquilidad vuestro voto. Y tras un silencio reflexivo:

Yo, república, lo tengo muy claro.

A mí me gustaría votar república, pero me da miedo. Por si vuelve a pasar lo mismo. Así que voto en blanco.

Yo me abstengo, pero por lo que ha dicho ella.

Yo voto por seguir con el rey, pero que se lo tome más en serio y no nos haga pasar vergüenza.

La duda y el miedo. El deseo y la esperanza.

Y tomé nota en la pizarra de los resultados electorales. Empate entre república -alguna haciendo constar un cierto temor- y votos en blanco -por miedo a votar república, matizaron, pero a ver cómo no votar con lo mucho que costó tener una democracia-. Un solo voto para la monarquía. Una sola abstención.

La memoria histórica cotidiana tan rica, fértil y dolorosa. Esos sufrimientos infantiles van desapareciendo con el afecto por los suyos, con la dicha de hacerlos felices, con la gratitud por un presente en que lo esperado deviene en realidad; ¡ay!, pero para otras realidades hay un fango que atrapa los pies, un frío que los entumece: esas reminiscencias del miedo y la imaginación de la pérdida. Son sombras que cobijan esas alegrías, son esquirlas en nuestra sociedad actual.

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