"¿De qué sirve un futuro ideal construido en terreno ilegal o un pasado que me hace dudar del presente? Y yo, me defiendo atacándote así, retorciendo palabras…". Allá por 2004 conocimos esta ya mítica canción de Fangoria, pero creo que no es hasta ahora cuando ha alcanzado su punto más álgido de significado para mí. Y es que vivimos instalados en un permanente clima de distorsión. Todo se antoja retorcido hasta el extremo para que parezca justamente lo contrario de lo que naturalmente es. Lo más peligroso es cómo nuestra docilidad aumenta de forma proporcional al contorsionismo terminológico y a su normalización. Estamos aprendiendo a normalizar la “libertad” en boca de fascistas, a auspiciar la defensa de los intereses de un pobre “ciudadano particular” que a los pocos días de confesarse arruinado se compra un (nuevo) ático de lujo. Estamos tragando con que la mentira no pese y con que la verdad se pisotee, jugando a las cartas con ella en una mano demasiado burda y demasiado cutre. Retorciendo palabras.
Hablar de lo que no se puede hablar, opinar de lo no opinable, cuestionar lo que no cabe poner en cuestión. La impresentable deriva partidista de la realidad y del sentido común son buena muestra de cómo se están retorciendo las cosas. Solo en un entorno del revés se conocen decisiones judiciales sin argumentos judiciales, se condena un delito cuando al parecer se juzga otro, se adelanta un fallo sobre una filtración intolerable por temor a una presumible filtración, o hay que pagar a quien confiesa —después de que lo pillen— no haber pagado. Un mundo patas arriba que, como decía el bueno de Eduardo Galeano, tenemos que luchar por poner de nuevo sobre sus pies. Si nos dejan.
Resulta que, además, desconfiar es el problema. Creo que no es del todo una afirmación carente de sentido, pues los crédulos viven mucho más tranquilos. La estufa de un crédulo calienta más deprisa, las magdalenas aguantan más tiempo blanditas y nadie comete contra ellos negligencia alguna. El resto vivimos con ciertos temores tontos: el temor de la dudilla. Dudamos de los seres y dictámenes apolíticos, dudamos —mira tú qué cosas— de los fallos imparciales de jueces que dirigieron la tesis doctoral del abogado de la acusación, dudamos de los que filtran y se echan las manos a la cabeza por algo filtrado. Dudamos tanto que hasta llegamos a dudar de que el abultado sueldo público que se le paga a un inventor de bulos esté bien gastado. No, de eso no tenemos dudas.
En un escenario de palabras retorcidas, vínculos retorcidos, verdades retorcidas y caraduras de medio pelo y mucho lujo, cabe dudar de casi todo. Permítasenos al menos dudar de ciertas instituciones, que a pulso se han ganado el descrédito en las casas que tardan más en calentarse. Mañana por la mañana, con mis sobaos algo tiesos sobre la mesa del desayuno, quizás me pare a pensar en esto con un café y algo sonando de fondo. Aunque tampoco acabe de fiarme de quienes retorcían palabras con música hace veinte años. Dos que comparten sombra de ojos fijo que tienen amigos comunes.
