Mientras Unicode ha hecho público estos días el listado de los 117 nuevos emojis o emoticonos que podremos encontrar de manera paulatina a lo largo del año en nuestros dispositivos móviles, la RAE advierte de que su misión para limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua es inequívocamente eficaz en cuanto a la representación de quienes hablamos y que, por lo tanto, no es necesaria ninguna revisión, al menos en cuanto al texto de la Constitución Española.
Resulta curioso porque la renovación de los emojis tiene que ver con la propia evolución social y, digamos, el peso específico de las peticiones en cuanto a la inclusión de realidades visuales que bien existen previamente o bien resultan novedosas pero con el suficiente respaldo social como para requerir una imagen que la represente.
Por ejemplo, hasta este momento, algo tan nuestro como la aceituna no formaba parte de esta realidad alternativa, lo que no significa que no existiese previamente la oliva y que no tenga un peso específico extraordinario en nuestra cultura. Los padres –me refiero específicamente a los varones— que daban el biberón a sus bebés eran, igualmente, una realidad preexistente antes de darles carta de naturaleza visual en el mundo de los emojis a partir de los próximos meses.
La lengua, esa que nos sirve para pensar, expresar y representar lo pensado, no es, ni puede ser, un código cerrado y hermético, ajeno a la propia construcción de la sociedad y debería –como sistema que nos sirve para comunicarnos- colaborar al mutuo entendimiento, de verdad, entre sus hablantes.
Así, lo mismo que admite y todavía puede encontrarse como una de sus acepciones en cuanto al significado la palabra “alcaldesa” como “esposa del alcalde”, algo absolutamente arcaico, inexistente y machista si lo empleamos con ese significado en la actualidad; podría admitir, y comenzar a trasladar como un significado acorde a la actual realidad, otros vocablos que contribuyen a designar con mayor efectividad profesiones, profesionales, situaciones, realidades, a fin de cuentas, que tienen que ver con la visibilización de todas las personas, con independencia de su sexo.
Cada vez me encuentro de manera más frecuente con una realidad en el uso de la lengua común: cuando empleo el masculino genérico para englobar a todas las personas, las mujeres, pero especialmente las niñas no se sienten incluidas en ese genérico. Y es así, por algo tan sencillo como que lo preguntan, ¿pero las niñas también? O ¿nosotras también o sólo los niños?
Mi generación –me refiero a las mujeres— está acostumbrada a la invisibilización en la lengua. Nos reconocíamos en un masculino genérico en el que se nos presuponía insertas sin aparecer realmente. La suya, no.
¿No resulta curioso cómo un sistema que sirve para comunicarnos considera susceptible de ser invisible al 52% de la población, por defecto? ¿Sería posible, por mera justicia numérica poblacional cambiar al femenino genérico y nombrar al masculino, como se hace ahora al contrario, sólo en caso de estricta necesidad?
Sería interesante que la RAE, que reconoce la posibilidad de equívoco en ocasiones, y que quienes conocen y enseñan la lengua, colaborasen también al aprendizaje de las muchísimas posibilidades que ofrece nuestro extraordinario idioma para incluir en él a todas las personas, más allá del cansino y tan denostado desdoble, documentado sin embargo, desde hace cientos de años. Se trata, realmente, de dar a conocer con eficacia herramientas y vocablos que ya existen y que se corresponden con realidades que también están ahí. Como nosotras.
Comentarios