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El pasado noviembre aún íbamos con los brazos descubiertos en el Sur. A principios de marzo, abandonamos los abrigos, sacamos los pantalones cortos y, dos semanas después, granizó y nevó donde hacía años que no lo hacía. Llovió durante cinco días seguidos, sin descanso. Nosotros tampoco se lo dimos. En junio una “ola de calor” ha dejado a nuestros niños fuera de las escuelas y a nuestra fauna muriendo deshidratada en las calles.

Llegó el verano y le dimos la bienvenida en el solsticio llenando de basura las orillas de nuestra tierra. Teñimos la fina arena blanca de nuestras costas con bolsas, latas, botellas, colillas… Al amanecer, la marea subió y engulló todos nuestros regalos de golpe. Como agradecimiento, cada vez nos devuelve más peces y aves muertas, más especies extintas o en peligro de estarlo. Poco me parece.

Ni 24 horas después, seguíamos en nuestra batalla por la destrucción de la vida. Huelva ardió en un incendio provocado, con intereses o no, en eso no entraré esta vez. Lo importante es que ardió, sin control, por culpa de una mano humana. Las hectáreas consumidas por las llamas se cuentan por miles. Los animales calcinados por cientos. Cadáveres rígidos siguen apareciendo entre las ramas secas y las cenizas. No es naturaleza muerta, esas vidas fueron asesinadas. Los linces, especie protegida, en peligro de extinción... Y ni ellos se salvaron de tanta masacre. Una vez más, también sucumbieron los jóvenes del asentamiento chabolista, que vieron impotentes como sus hogares se reducían a la nada. Pero, de eso, os hablaré otro día.

El viento no ayudó, es cierto. Estuvo en contra, eso dicen. Yo creo que pretendía darnos una lección, que era un intento desesperado de la Madre Tierra. Porque no era una brisa susurrante, no. Era un grito desgarrador. Eran vendavales que empujaban a las llamas a transformar todo lo verde en un negro infinito. Y, después, apenas unas horas, lloró. Lloró tan fuerte que no fue lluvia, fue tormenta. Porque era un llanto de rabia y de agonía, no de pena.

Ya no sabe cómo mandarnos señales, ya no sabe cómo hacernos entender. La matamos cada segundo y nos reclama que paremos. Que dejemos de quemar sus bosques, de ensuciar sus costas, de asesinar a su fauna y destrozar su flora. Y, por supuesto, a nosotros mismos con todo ello.

Estos días nuestros ojos se inundan de lágrimas por la catástrofe mientras cogemos el coche para ir a por el pan, mientras tiramos una colilla en el campo o en la playa, mientras vertimos toda la basura al mismo contenedor, mientras preferimos engullir carne procesada en vez de vegetales frescos, mientras compramos más ropa que no necesitamos en grandes compañías... Lloramos y seguimos eligiendo estar ciegos. Porque, ya sabéis, no hay peor ciego que quien no quiere ver.

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