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Lo dicho: en Andalucía siempre ha hecho calor, y siempre hemos sabido convivir con esa realidad, echando mano de la sabiduría popular, de la gastronomía de la zona, y adaptando las casas a las condiciones de cada estación.

¡Si mi abuelo o mi padre levantaran la cabeza! No darían crédito. Ya estamos con la ola... ¡Válgame Dios! Como si eso del calor fuera algo nuevo. Le llaman ola a la subida de temperaturas hasta rozar los cuarenta en el valle del Guadalquivir; algo que siempre ha ocurrido y que seguirá ocurriendo por los siglos de los siglos. Total, que como es una ola, hay que decirle a la gente lo que tiene y lo que no tiene que hacer para no sufrir un síncope: que si hay que beber mucha agua, que si hay que refrescarse y meterse debajo de la ducha varias veces al día, que si no te vayas por el sol, que hay que bajar las persianas en las horas centrales del día, que mucho cuidado con los alimentos muy fuertes, que si hay que vestirse con prendas anchas y de algodón… Y mi abuelo viéndolo desde el cielo sonríe con sorna.

Él, sin que nadie le advirtiera, sabía que no podía irse a trabajar al campo a pleno sol. Por eso, cuando llegaba el mes de junio y apretaba el calor, se levantaba a las cuatro de la madrugada, para irse a la siega, y a las 12 de la mañana ya estaba en casa. Los horarios de verano eran totalmente diferentes a los de invierno, porque la gente se guiaba por el sentido común. Había que seguir trabajando, acabar la cosecha, recoger las hortalizas y luego llevarlas al mercado del pueblo más cercano. Pero sabían cómo hacerlo con el menor riesgo posible...

Por eso, mi abuelo no se olvidaba jamás del sombrero de paja, para resguardar la cabeza del sol justiciero de mediodía, ni de su camisa blanca de manga larga, para no quemarse los brazos, ni ponérselos como un tizón, que eso era una cosa muy fea. Y no digamos las mujeres; aunque inevitablemente tuvieran que trabajar al sol, se cubrían de pies a cabeza, para no estropearse la piel.

Mi abuelo nunca se deshidrató, lo puedo jurar. Sabía perfectamente cuando tenía que beber agua y nunca salía al campo sin su botija de barro, para mantenerla fresquita.

Y nada de comer chorizos, ni alimentos muy grasos o calientes, no. Con poca cosa se fabricaba su gazpachito: unos ajos, un miajón de pan duro, un buen chorro de aceite de oliva, vinagre sal y agua. Porque en mi pueblo se hacía así el gazpacho, sin tomate ni nada. Era como una bebida refrescante, estimulante y nutritiva. Si estaba en la huerta, sacaba su navajilla de la capacha, y partía un buen tomate recién cogido de la mata, le ponía un poquito de sal y con un cacho de pan, que eso no podía faltar, se daba un banquete de verano…¿Qué os parece? ¡Ah! Y todo eso debajo de una higuera, o a la sombra del arandal, que era como un porche, delante del cortijo, pero más rústico, hecho de cañas. Sí, en el lugar más fresquito, como ahora nos aconsejan, como si fuéramos estúpidos, que seguro lo somos, porque la verdad es que hemos perdido nuestro contacto con la naturaleza y desconocemos las reglas más simples para desenvolvernos en este medio

Ni que decir tiene que la gente de la época de mi abuelo, aunque no tenía aire acondicionado, se las apañaba muy bien para tener la casa fresquita. Mi abuela, por ejemplo, limpiaba las habitaciones bien temprano, cuando el sol no había llegado todavía a la zona alta del pueblo, donde vivía, y echaba un buen riego al portal, a la cocina y, por supuesto, a la calle. En lo de la calle participaban todas las vecinas; cada una se ocupaba de su trozo, que barrían con un escobón muy duro, hecho con ramas de palma, o esparto, para sacar la porquería de entre las piedras.

Después del riego matutino, daba gusto pasar por cualquier barrio, del fresquito que hacía, y la hermosa luz que desprendían las blanquísimas fachadas de las casas.

Ahora que, cuando llegaba la una del mediodía, la calle era un desierto. Entonces, las casas se convertían en un reducto protector; con sus puertas entornadas, el cortinón de listas o de tela alpujarreña, una especie de parapeto, para la luz cegadora del sol.  

Las madres no nos permitían salir a jugar, ni eran horas de hacer visitas a las amigas o vecinas. Todo quedaba en suspenso; la quietud era casi absoluta y la siesta una obligación, más que un placer. El camastro era la fórmula más aceptada por la gente menuda. Una manta en el suelo, en la parte más fresca de la casa, y silencio hasta las siete de la tarde. Mi calle entonces, volvía a renacer. Los niños y las niñas salíamos, recién lavados y repeinados, con la merendilla en las manos. Las madres abrían de par en par la puerta, y era el momento en el que jóvenes y no tan jóvenes se sentaban en el umbral, o buscaban la compañía de las vecinas. Todas, en sillas bajas de enea, con la labor en las manos, y vigilando a los chiquillos, mientras llegaba la hora de la cena, que, por cierto, siempre era muy ligera: pipirrana, gazpacho, pisto de pimientos y tomates, patatas fritas con huevos… y fruta, fruta de la que traía el abuelo o mi padre de la huerta.

Cuando el sol ya se había escondido, ellos, los hortelanos, entraban en el pueblo, con su burro o la mula, cargados de hortalizas y frutas variadísimas; algunas para la venta y otras para el consumo familiar. Eran tiempos de vecindad, de larguísimas trasnochás bajo el cielo más oscuro y estrellado que nunca se haya visto; tomando el fresco, contando chascarrillos y cuentos de miedo, buscando la osa mayor, y criticando a diestro y siniestro, que de todo había. Hasta que llegaba el sueño.

Ni mi abuelo ni mi padre subieron nunca a dormir al piso de arriba. Me refiero a los meses de calor. Ellos, como tantos hombres del campo tenían la costumbre de colocar un colchón, o simplemente una manta, en el umbral de la casa, en el mismísimo suelo y dejaban la puerta entreabierta para que entrara el relente. Vaya, que no soportaban el calor de los colchones de lana y de las habitaciones recalentadas de todo el día. Así, las mujeres también disfrutaban de un espacio de intimidad para, si era preciso, desprenderse del máximo de ropa y dormir a pierna suelta en la cama de matrimonio.

Lo dicho: en Andalucía siempre ha hecho calor, y siempre hemos sabido convivir con esa realidad, echando mano de la sabiduría popular, de la gastronomía de la zona, y adaptando las casas a las condiciones de cada estación. No sabíamos siquiera a qué temperatura estábamos, porque no era cuestión de gastar el dinero en termómetros y la radio no se ocupaba gran cosa del tiempo. Quizás por eso no existía eso de la ola, y nadie dejaba de segar y trillar el trigo, de arrancar los garbanzos, o de ir a la huerta si había que traer fruta y hortalizas para ir tirando… Y sobre todo, el clima se convertía en un aliado para la convivencia y la sociabilidad...

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