Dos personas mayores, la 'economía plateada', haciéndose un selfie.
Dos personas mayores, la 'economía plateada', haciéndose un selfie. JOSÉ LUIS TIRADO

En 2012, en plena crisis económica, circulaba por Facebook una frase que habría pronunciado Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo y ex-directora del Fondo Monetario Internacional: “los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global”. Aunque se demostró que era un bulo, es cierto que en ese mismo año el FMI publicó un informe “sobre la estabilidad financiera mundial” en cuya presentación no estuvo Lagarde, pero en cuyo capítulo 4 se alertaba sobre el impacto financiero del riesgo de longevidad y se insistía en la necesidad de aplicar “recortes de las prestaciones futuras” de jubilación y de incentivar “los planes de pensiones del sector privado y los particulares”. Había que aumentar también la edad del retiro, como de hecho ha ocurrido ya en España.

En Japón, a finales de enero de 2013 se recibieron como un insulto las declaraciones de Taro Aso, 80 años, ministro de Finanzas, viceprimer ministro y uno de los políticos más ricos del país, en que pedía a los ancianos “que se dieran prisa en morir” para reducir el gasto público. También se mostró en contra de los cuidados paliativos y, en una reunión de economistas, se preguntaba: “¿Por qué tengo que pagar por las personas que sólo comen y beben y no hacen ningún esfuerzo?” Esto, en un país donde el 25% de la población, donde se venera especialmente a la tercera edad, tiene más de 60 años.

La catástrofe mundial del coronavirus no ha hecho más que ahondar en la misma línea. El pasado marzo, el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, que ya ha cumplido los 70, sugirió que los ancianos de América tendrían que estar dispuestos a arriesgar su salud para hacer resurgir la economía en medio de la pandemia. Concluyó diciendo: “volvamos al trabajo y volvamos a vivir”. Es lógico, ya que en EEUU la atención médica está ligada a la posibilidad de trabajar y los seguros privados son muy caros.

Por un lado, los avances de la medicina hacen que la esperanza de vida sea cada vez más alta; por otro, no se quieren pagar tantas pensiones. ¿De qué sirve que estos avances prolonguen la vida hasta en 20 o incluso 30 años más si luego, ante una crisis humanitaria como la actual -e incluso sin ella-, vas a morir probablemente abandonado en tu casa o en una residencia? ¿Sólo para que las farmaceúticas aumenten sus ganancias?

Son innumerables los ancianos que han muerto en residencias en nuestro país, donde el 75% de los centros son de titularidad privada y están en manos de multinacionales. Para éstas no hay personas, sólo cálculo de beneficios: una media de 1.777 euros al mes. Las residencias tuvieron que ser intervenidas por el Gobierno al no haber en ellas protocolos, sino plantillas recortadas al límite y extenuadas, ausencia de recursos para la detección del virus, familiares sin información y hasta cadáveres acumulados en algunas de ellas.

Se ha abierto una investigación a más de 60 residencias privadas o concertadas por homicidio imprudente: un parte de las Urgencias del Hospital Infanta Cristina de Madrid mostró que había órdenes de rechazar los ingresos de los ancianos, aunque más tarde la Comunidad suavizó la orden en el sentido de que fuesen admitidos sólo los que tuviesen posibilidades de recuperarse. En Cataluña muchos hospitales se resistieron también a admitir a los mayores.

El pasado 1 de abril, un grupo de 38 profesionales de reconocido prestigio en el ámbito de la geriatría y la gerontología firmaba una “Declaración en favor de un necesario cambio en el modelo de cuidados de larga duración de España”. Es un reto pendiente en un país donde las plazas públicas en residencias de ancianos apenas alcanza la mitad de las 5 por cada 100 mayores de 65 años que recomienda la OMS. Hoy mismo se ha tenido noticia de que, ante los 73 fallecidos en la residencia de Alcoy (Alicante), y la práctica totalidad de residentes infectados, la Generalitat valenciana pretende revertir la titularidad privada del centro a pública, lo que no deja de presentar dificultades.

¿Cuántas pensiones se han ahorrado ya en España gracias al Covid 19?

Aquí hay bastante opacidad y baile de cifras. Según el Ministerio, desde marzo el número de jubilados fallecidos en residencias ha sido de 18.833; según las comunidades autónomas, de 19.629, frente a un total de 28.403 muertos oficiales. Pero, según otros registros, la cifra de estos últimos podría elevarse a casi 44.000.

Ya en 1968 el gerontólogo y psiquiatra Robert Butter acuñó el término “edadismo” (ageism en inglés)– a imitación de otros como “racismo”, “machismo”, “clasismo”, etc.- para referirse a la creciente tendencia en las sociedades modernas a segregar y rechazar a las personas mayores, una discriminación encaminada a no pensar en la propia mortalidad, pero que duele profundamente a quienes han dado tanto y todavía tienen mucho que ofrecer.

Casi todas las civilizaciones han venerado a los mayores como fuente de experiencia y sabiduría, fenómeno que se ha invertido en la actualidad, en la que se ha instalado con fuerza el mito de la eterna juventud -por otro lado bastante antiguo-, alimentado por las empresas de cosméticos, las clínicas de cirugía plástica o la industria de la moda que se reinventa cada año para obligarnos a consumir. Los abuelos tienen con frecuencia limitados los contactos con los nietos, si es que éstos existen, porque aquí los jóvenes se ven obligados a una continua movilidad y precariedad en el trabajo o simplemente no alcanzan a conseguir una ocupación que les permita tener descendencia. Se ha roto la cohesión intergeneracional.

Ya los nazis, en su inútil intento por conseguir la raza aria perfecta, se afanaban en producir jóvenes altos, atléticos y rubios, practicaban la eugenesia y eliminaban inmediatamente en los campos de concentración a ancianos, niños y discapacitados, es decir, a los que no podían trabajar.

Vamos en esa misma dirección, la que consiste en vivir para trabajar si se quiere subsistir, no en trabajar para vivir. Lo malo es que nunca podremos ser como los dioses griegos, inmortales y eternamente jóvenes, por muchas liposucciones, injertos de pelo o estiramientos faciales que nos hagamos. Mejor envejecer con dignidad y proclamar lo de “la arruga es bella”. Mejor morir en casa y, si no es posible, en un hospital público, bien dotado, con sanitarios suficientes y sin empleos precarios, con cuidados paliativos y acompañados de los seres queridos que en el último viaje nos cojan de la mano.

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