No hay mejor fórmula para convertir una mentira en verdad que repetir la falacia una y otra vez, sin dejar margen a la razón. Francisco Correa, como buen trilero que es, se ha metido en el bolsillo a buena parte de consumidores de palabras, que tragan y no debaten lo que oyen. Él solo ha tenido que hacerse pasar por uno de los nuestros, que ha actuado —admite con todo el cinismo imaginable— como haríamos tú y yo si se nos presentara la ocasión, porque, a ver, como todos sabemos —y por si no lo sabíamos, él lo sentencia como verdad irrefutable— robar del erario público "es una práctica habitual del país, del sistema".
Y, entonces, aplaudido por esos anónimos que no roban, pero que creen que se atreverían si fueran hábiles, Correa se viene arriba y continúa su disertación: "No solo existe un Francisco Correa, existen muchos franciscos correas. Todo el mundo copia en los exámenes y al que le cogen le expulsan. A mí me cogieron y estoy aquí sentado en el banquillo".
No está diciendo que robar es un juego de niños, no. Quiere haceros creer que todos somos ladrones de espíritu, falsos inocentes a la espera de que nos pillen. Aquí está la falacia, ese argumento que parece correcto, pero que no se sostiene cuando entendemos que parte de una premisa falsa. Porque no todos roban incluso si la ocasión se les presenta y, aún menos, fuerzan la situación para robar, como ha hecho él. No todos copian en los exámenes; si este tipo se pasara por los institutos, le sorprendería el bajo porcentaje de estudiantes que lo hacen. Eso sí, cuando copian, resuena por todos sitios.
Sencillamente, él debería admitir que tiene un listón ético muy bajo que le permite ser como es sin tortura moral alguna. Por el contrario, tal vez para salvarse del escarnio público, o para mitigar su delito, ganándose el apoyo popular, decidió sembrar la duda y contagiarnos de aquello de piensa mal y, aunque no acertarás, como dice Irene Vallejo, "lo extenderás". De esa forma, la mentirá crecerá hasta comerse a la verdad. Por alguna extraña razón, creemos más las historias con malos finales, pues se nos hacen más verosímiles, que aquellas de “se casaron y comieron perdices”.
Sin embargo, la especie humana no está podrida. De nuevo me remito a Irene Vallejo, que hace unos días escribía sobre esta desconfianza en el ser humano. En su artículo traía a colación aquella novela de El señor de las moscas, que trata de un naufragio en el que solo se salva un grupo de niños en una isla. Estos han de organizarse para sobrevivir. La cosa empieza bien, pero finalmente el instinto malvado que parece marcar a los hombres convierte aquella isla en horror. Aunque, curiosamente, esta misma historia, de ficción, sucedió en la realidad con un mismo comienzo —naufragios, niños que han de organizarse—, pero con un desarrollo y desenlace muy diferentes: los niños crecieron construyendo un lugar donde vivir gracias a la cooperación y al apoyo ante las dificultades.
Corroboran esta tesis los estudios recogidos en un libro titulado Eva, de la doctora Cat Bohannon, que defiende la evolución humana, desde su origen, como el resultado de la cooperación, muy especialmente entre las mujeres, para sobrevivir y mejorar las condiciones de vida, frente al imaginario actual de que desde el principio de los días fue la lucha y las guerras por un territorio y por el fuego lo que nos obligó a organizarnos en sociedad.
Dejemos de mirar la historia de Caín y Abel como otra herencia genética, que no sea la envidia ni el rencor lo que explique nuestro comportamiento social. No nos dejemos confundir por los agoreros, la verdad no es siempre la versión perjudicial. Lo advertía Jean – Paul Sartre: "Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad". No se fíen del lobo disfrazado de cordero: Correa presenta su infame delito como una verdad indiscutible cuando simplemente habla de él y de los cuarenta ladrones, no del ser humano.



