Privilegiados

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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Que la lucha sea larga y victoriosa. Que se salga de los embarcaderos y se propague en las plazas y las fábricas. Así hasta que entiendan que no existe privilegio donde antes hubo que plantar batalla.

Será que nací en una ciudad portuaria y desde la azotea de casa la vista se perdía en los pórticos del muelle. La mirada llegaba hasta las grúas que anunciaban faena con el sonido de sirenas y justo atrás el horizonte se perdía en un mar mezclado con un cielo celeste e intenso. Quizás fueron los noventa, demasiado niño, o aquel mediodía que con miedo me asomé a la ventana y abajo en la calle se libraba una guerrilla de pancartas, piedras y gargantas. Los Astilleros no cerraron, pero lo desmantelaron hasta convertirlo en una sombra alargada, igual que la de un ciprés.

Aquella derrota fue lenta, inexorable, como el cuerpo que se desangra sin prisas. Cuando se dieron cuenta, el corte del puente despertaba molestia en lugar de solidaridad, y los viejos de los diques dieron paso a las contratas precarias y temporales. Ya no había jóvenes con la rutina de guantes y mono azul en las primeras horas de la mañana. Un fracaso. Uno de tantos en los que envejeció la Bahía y asumió como destino inquebrantable. Luego, la factoría de Delphi, las cigarreras de tabacalera y las naves sin vida de Zona Franca. También la más rastrera y cínica de todas las contiendas pérdidas: los trabajadores de la limpieza contra un Ayuntamiento sin escrúpulos que publicó sus sueldos en las páginas de los periódicos a golpe de talonario y autobombo. Aún hoy se me revuelven las tripas.

Cuando tachan de privilegiado a un currante que se prepara el café a las cinco de la madrugada para ganarse el sueldo con sus manos, trago saliva y niego con la cabeza. Cuando un vecino suelta una retahíla en contra de los derechos de un obrero, doy la guerra por pérdida y pienso en los críos que crecerán con ese discurso asumido. Cuando escucho que los estibadores deben ceder ante una Europa que no conoce ni una de las historias que se esconden tras los muros de las casas en este esquina del sur, siento la más grande de las impotencias. Dos cargadores perdieron la vida el pasado año en los puertos del país durante su jornada laboral. Ningún político falleció en la Eurocámara. Si la tragedia se cierne sobre un compañero, el resto de la estiba deja sus tareas durante horas para llorarle y arropar a la familia en el duelo. Y en su dolor no hay patrón que doblegue y rompa el silencio del muelle, por mucho que se colapse.

Y así permanecerán los diques, igual que un luto que responde al nombre de una huelga obligada y sin remedio. Con el respaldo de un sindicato que conservó las agallas de no ceder en ninguno de los chantajes, por más que el empresario caprichoso salivara ante la posibilidad de hincar el diente en nombre del libre mercado, que nada tiene de libre. Que la lucha sea larga y victoriosa. Que se salga de los embarcaderos y se propague en las plazas y las fábricas. Así hasta que entiendan que no existe privilegio donde antes hubo que plantar batalla.

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