¿Por qué Grease es una película de izquierdas?
¿Por qué Grease es una película de izquierdas?

Ya no somos tan jóvenes. Se nos ha muerto hace poco Olivia Newton-John y uno no puede evitar la tremenda nostalgia de imaginarse con quince años, en el comedor de su casa, viendo Grease una y otra vez. La película es, sobre todo, un cuento amable, la eterna historia de amor entre un chico y una chica que pertenecen a mundos por completo distintos. Pero en la cinta encontramos más cosas. ¿Valores reaccionarios, como ha argumentado un periodista ilustre? Creemos, más bien, todo lo contrario. Nos encontramos ante el último estertor de la mentalidad progresista que 1968 alcanzó su punto culminante.

¿No nos pedían estudiantes revolucionarios que desconfiáramos de los mayores de treinta? Pues en Grease encontramos un mundo utópico en el que los adultos solo tienen una presencia marginal. En el instituto Rydell, los protagonistas pertenecen a una hermandad masculina, los rockeros, o a otra femenina, las damas rosas. Da la impresión de que nadie tiene familia, ya que el mensaje parece ser que los verdaderos lazos no son los de índole biológica sino los que tú estableces a partir de tu propia elección. Sea esto acertado o desacertado, ¿no es lo que ha defendido la izquierda? ¿La crítica a la familia como institución tradicionalista?  

En un entorno conservador, los deportistas constituirían, sin duda, el estereotipo a seguir. Aquí no. Aparecen, por el contrario, sometidos a una abierta parodia. Lorenzo Lamas, el típico guaperas, queda como un sosainas bastante ridículo. Nunca puede competir, ni de lejos, con un magnético Travolta que, como todo rebelde que se precie, luce chupa de cuero. Él no sabe de rugby,  ni de baloncesto, ni de atletismo, ni de cualquier otra disciplina de competición, pero es el rey en la pista de baile, donde los jóvenes, con sus ritmos modernos, ponen en cuestión la estética de sus mayores. 

Al final, no será Danny Zuko, el marginal, el iconoclasta, el que cambie para ganar el corazón de la angelical Sandy. Es la inocente Sandy la que, en el memorable número final, demuestra sabe desprenderse de su anterior mojigatería. La libertad, pues, triunfa sobre el conformismo. La niña buena, de la que Rizzo se burlaba sin piedad en la sarcástica 'Look At Me, I’m Sandra Dee', termina por ser la artífice de su propio empoderamiento. Adiós, pues, al estereotipo de género de la muchacha obediente. 

Triunfan el amor, no la diferencia de clase o de cultura. 'All you need is Love', habían proclamado los Beatles. Supongo que siempre habrá quien diga que en el fondo Lennon y McCartney eran unos fascistas por cantar al amor y no a la lucha de clases. Pero… ¿No habíamos quedado en que lo personal es político? Pues si es así, una historia con la de Grease, en la que los jóvenes aún pueden ser ellos mismos, sin estar sometidos a la tiranía del mercado de trabajo, es una invitación a que recuperemos cualidades rupturistas como la espontaneidad. En el Instituto Rydell, los buenos, los que de verdad nos atraen, no son los alumnos modélicos, los que solo piensan en el boletín de notas, sino aquellos que se atreven a vivir en su propia comunidad alternativa y a ser fieles a sus compañeros. 

Así es como recuerdo la película, un gran espectáculo por el que no pasa el tiempo. Mi memoria es, básicamente, una memoria agradecida. Los clásicos tienen la rara facilidad de hacernos creíble lo increíble, de forma aceptamos gustosos suspender nuestra incredulidad. ¿Qué es inverosímil que unos actores tan mayores interpreten a chicos de instituto? Tampoco es demasiado realista, que digamos, todo lo que sale en Casablanca. Sin embargo, donde nace la magia, que se quiten los tratados de sociología o las reconstrucciones históricas. 

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