Por carreteras polvorientas con T.

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Un camino a las afueras de Kratie (Camboya).
Un camino a las afueras de Kratie (Camboya).

Encontré a T. encaramado a la litera de un lujoso hotel de a dólar y medio la noche de una deliciosa ciudad de provincias camboyana. T. era inglés, rondaba los treinta y muchos y llevaba más de una década on the road. Se convirtió -en Filipinas, si no recuerdo mal- a una secta shiíta cuyo líder se autoproclama el auténtico Mahdi: el redentor de la humanidad en el fin de los tiempos. (Me escribió el nombre del salvador en unos papeles que todavía conservo, pero no he sido capaz de descifrar su apretujada letra...). Las mayores posesiones de T. eran un caldero en el que cocinaba su pitanza vegetariana y un portátil que empleaba para ver vídeos esotéricos y conspiranoicos durante horas. Parecía que le habían echado de todos los países islámicos en los que había intentado sentar cabeza (en Malasia tuvo problemas con el gobierno; en Egipto, creo, también...) y daba la impresión de llevar años a la deriva en todos los sentidos.

T. era fascinante. Poco aseado y preocupantemente famélico, salivaba de emoción al transmitirme, cuando volvía yo al dormitorio, al caer la noche, las revelaciones y descubrimientos que eran su arroz de cada día. De él aprendí que la Semana Santa sevillana se remontaba al culto a un Dios Pez sumerio cuyos fieles ("vestidos de azul", insistía) calzaban capirotes para representar la cabeza triangular de un pescado. Estudiaba todo el día en la habitación, estudiaba todo lo que caía en sus manos, y tuvo la deferencia de regalarme una célebre introducción al budismo theravada emborronada en varias páginas por unos polvos dorados que parecían de curry.

Una semana después de que nos separásemos me lo volví a encontrar en otra ciudad, esta vez turística y de tamaño mediano. Me contó, entusiasmado, que una niña le había prometido que su madre le cocinaría un buen plato de pastel amok (tan enjuto y demacrado estaba el pobre que despertaba la compasión de los lugareños...). Yo le recomendé un sitio donde dormir: este costaba el equivalente a dos dólares y estaba plagado de mosquitos, pero los precios turísticos de la competencia lo volvían un buen partido. Le hablé de unas ruinas en medio de la selva, en las inmediaciones de un pueblecito hacia el que me dirigiría en unos días. El plan le atrajo, pues era de la convicción de que, como las pirámides o las líneas de Nazca, las construcciones del antiguo imperio jemer habían sido erigidas mediante fuerzas y técnicas desconocidas para el hombre de nuestro tiempo.

Las atmosféricas ruinas indujeron a T. un ánimo extraño. "Malas vibraciones", me explicó. Una parte de ellas permanecía a medio cubrir  por la tierra y una hojarasca de gama otoñal, si bien en la samsárica Camboya no existen las estaciones como las conocemos. Cuando entrábamos en cada uno de los pabellones, a tientas, porque estaban oscuros como noche cerrada, me invitaba golpearme el pecho para sentir cómo retumbaba. Me explicó que las fabricaron de ese modo para amplificar los gritos de quienes serían sacrificados en su interior (es cierto que antes de la entrada del budismo en la península indochina, e incluso bastante después, era costumbre que los monarcas sacrificaran seres humanos para hacer de sus espíritus los vigilantes y protectores del lugar). T. se llevó el resto de la tarde especulando sobre las civilizaciones antiguas y describiendo las pérfidas vibraciones que había captado en lo que para mí fue un plácido, solitario y meditativo bosquecillo.

Aquella noche cenamos temprano en el mercado nocturno del pueblo, donde tuve que apartar de mis tallarines un escarabajo bastante más movedizo que los que se freían en algunas sartenes (los cuales, aun "fritos", también se mueven llegada la ocasión). No recuerdo por qué acabamos entrando en un hotel que exhibía en su sala de recepción un lienzo amateur sobre la construcción de los templos de Angkor Thom. El dependiente, percibiendo nuestro interés, dijo a nuestras espaldas: "Así lo pintan, pero yo creo que no fue como dicen...". T. dio un respingo y lo miró con los ojos como platos, escrutando su ancha nariz austronesia y su pelo casi rizado como si se encontrase frente al último remanente de una raza y una sabiduría perdidas para el mundo.

-Y... y... ¿cómo los hicieron?

-Mucha gente no me cree, pero yo pienso que no eran caballos los que arrastraron los bloques. ¿Cómo van a poder mover todo eso unos caballos?

-Eso es lo que digo yo, ¿ves, Óscar? Te lo dije...

-Tendrían que haber utilizado elefantes, como mínimo.

No recuerdo qué le respondió T. al dependiente, pero fue algo que sonó descortés, del estilo de: "No tiene usted ni idea de lo que eran capaces los seres humanos en aquellos tiempos...". Ante el alarde de necedad de los otros siempre es difícil mantener nuestra preciada sabiduría.

El día siguiente tomamos un autobús para ir a una región donde se podían avistar delfines rosados. Nos adentrábamos en la Camboya profunda (ya hacía varios días que no veíamos a otros hombres blancos) y el número de accidentes de carretera que estábamos destinados a presenciar se vio agravado por un polvo rojizo y asfixiante que lo zarandeaba todo. Camboya, como otros países del sur de Asia, es un país eminentemente polvoriento. Los pulmones de T. parecían llevar mal esa propiedad. A mitad de camino decidió bajarse de autobús y hacer autoestop al borde de la carretera para regresar a la "civilización". Pensé que exageraba, y que esa no podía ser la verdadera razón de su huida. Fantaseé el resto del trayecto con genios invisibles y tormentas del desierto...

Fue la última vez que lo vi. Cuando volví a Siem Reap (la ciudad turística) ya no estaba en su litera. Mucho más tarde, en Malasia, uno de los muchos países que un día hizo su hogar, entablé una larga conversación en una estación con un presunto inventor excéntrico (más bien parecía un mendigo) que me aseguró que le había conocido.

Las últimas noticias que tengo de T. son que continúa estudiando los secretos del mundo subterráneo y profundizando en su fe. No sé en qué país se encuentra ahora. Emplea desde hace tiempo la imagen de la bandera negra del Profeta, tristemente célebre en estos días, y parece seguir muy de cerca la situación de Siria y las matanzas del Daesh. Recuerdo que me dijo que, aunque él creía en la paz y la no violencia, llegaría un día, "pronto, muy pronto", y en esta vida (pues creía en la reencarnación), en el que sería llamado a tomar las armas para defender a los suyos y a su líder de las fuerzas de Satán.

Espero que ese día tarde en llegar, para él y para todos.

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