Probablemente solo haya una cosa peor que ser Juan del Val. Y es ser Carlos Mazón. Un año ya de la terrible dana que arrasó varios municipios de Valencia y nos asoló a todos el alma, y hay cosas que siguen igual. Permanece idéntica la desvergüenza, la inmoralidad, el esperpento y, sobre todo, la cara dura de algunos. 229 muertos. Muchas más son las vidas destrozadas. Pero el máximo responsable sigue, incomprensiblemente, tan tranquilo y coleando.
El todavía presidente de la Comunidad Valenciana sigue ahí. Tieso como las gambas que el Consistorio pagó dos veces por orden suya en el guateque de su onomástica. La costumbre de comer durante cinco horas debe ser consejo del médico privado de cabecera para que la bilis no se apelmace. Ahí sigue sin dimitir y sin que lo cesen. Vitoreado incluso por los hooligans peperos. Ahí continúa en su poltrona, con el impúdico pasar por ahí de quien se sabe un fraude. Incluso acudiendo a funerales de Estado por los muertos que cayeron antes de que se derritiera el hielo del penúltimo gin tonic del reservado.
229, 7.291… detrás de tanta cifra se esconden los muertos de la deshonra ―nunca encontré honor en la muerte, pero sí ausencia total de humanidad en quien la causa—; los muertos que la inacción ocasionó o que la indecente gestión provocó. Y es que las derechas matan. Lo estamos viendo con esas miles de mujeres andaluzas víctimas del desmantelamiento de la sanidad pública, de la entrega de vidas al mejor postor, de una subasta frívola de lo que poco importa, pues es el cuerpo de otras lo que entra en juego.
Vivimos tiempos de desconcierto, vivimos con la carne temblorosa y el espíritu quebrado. Tenemos miedo. "Tengo la esperanza de que colapse el sistema, y va a pasar pronto". Dijo el filósofo Byung-Chul Han estos días en Oviedo, tras recoger el Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Y no sé si compartir su anhelo o si abrazar aún más mi miedo y aferrarme a él, tal vez como única y asible tabla de salvación. Qué bonito sería no pensar, abandonar quizás toda esperanza de cambio, pero también de temor: dejarnos ser presa de la instantaneidad y vivir por siempre en una risa congelada. En una mueca, sí, pero auténtica por un segundo, inconsciente, grácil. Y no visitar más en la mente las cifras, los muertos, a las que sufren, a quienes se ahogaron envueltos en barro y solos, a quienes se asfixiaron en su propia cama sentenciados a pena de muerte por viejos. Y por pobres.
La pobreza mata. Nacer en Chad puede significar vivir 33 años menos que hacerlo en Suiza. Dependemos tanto del contexto, de lo que otros decidan, de lo que otros voten, de lo que nadie haya votado jamás… dependemos demasiado de pensar demasiado. Y, sobre todo, de las decisiones de quienes piensan poco y actúan mal, de quienes actúan poco y piensan mal.


