Así las cosas, encontramos la plenitud de agosto en la playa y en lo que a ella se asocia como los helados y la familia. También sucede en los viajes con amigos, en el pueblo y en sus fiestas de verano. Pero fácilmente podría objetarse que igualmente los incendios, el roce familiar y las medusas forman parte de esa plenitud veraniega. ¿¡Qué plenitud más primorosa que las de las llamas del fuego!?
En esta columna intento cazar lo mejor de agosto para el disfrute y así, de camino, sacudirnos esta polvareda de pesadumbre que nos rodea. Porque, si no lo ha notado, abunda a nuestro alrededor artículos amargos y de denuncia enconada. Para la izquierda especialmente está siendo el verano del repliegue. El cambio se aproxima lento e inexorable y quien no ha salvado antes la honestidad crítica, se adentra en callejones sin salida de los que solo saldrá con gallardías de última hora. Con estas circunstancias hay que recordar aquello que dicen los cinéfilos, que es más fácil hacer drama que buena comedia. Yo estoy convencido de una plenitud no solo de temporada sino de por vida.
La plenitud requiere, en todo caso, saberse soberano del pensamiento desde la unidad fundamental que todo concepto reclama. Hay que pulverizar esas menudencias de la polarización y de la fragmentariedad en la plurinada. Y para atraparla en una columna como esta, hay que salir y vivir. Y por eso yo he salido a la frutería y me he comprado una sandía.
Efectivamente, me dejé de helados y de su efímera consistencia. Fui derechito a la frutería para comprar una sandía gorda. Me la llevé bajo el brazo a casa tan feliz como un niño con su pelota nueva. La dejé en el suelo en un punto fresco de la cocina. Dormí la siesta bajo el ventilador de aspas solo para despertarme aletargado y hacer que sus efectos fueran exponenciales.
Así, parsimoniosamente, me lavé la cara y, acto seguido, agarré la sandía con una mano y un cuchillo melonero con la otra. La coloqué en lo alto de la mesa. Le clavé el cuchillo y conforme lo bajaba abriendo su corteza crujía y se resquebrajaba como una falla del terreno. Las papilas gustativas y el sistema nervioso todo se excitaban con un margen de aceleración enorme. Tajada a tajada fui menguando su volumen. Cómo es posible tal espectáculo de perfección esférica, contraste externo e interno, dulzor infinito y zumo que me resbalaba por barbilla, cuello y manos. Sin moralismos, la devoré. Qué plenitud, amigo.
