Apareció de la nada porque el mundo solo era niebla en aquel encuentro del joven sol con los pocos restos que quedaban en pie de esa madrugada. Sombra de luna, unos pájaros en vela y poco más. Lo dicho: era únicamente niebla y un perro corriendo, como alma que huía del diablo, delante del capó húmedo de mi automóvil. ¿Dónde vas tan temprano al campo? ¿A coger estrellas?
El rugido atropellado del motor, en el silencio del extraño amanecer, a los malpensados hubiera incitado a creer que mi parachoques acabaría mordiendo las patas traseras del can aunque yo sabía de sobra que jamás iba a ocurrir. No porque yo controlaba con celo y tacto el acelerador de mi vehículo.
Primero porque no quería hacerle daño al animal -de ahí la distancia prudente- y segundo porque os reconozco que no quería perderlo de vista. De ahí la distancia paciente. Estaba presenciando puro hipnotismo vital. La lengua del perro relamiendo, sin hacerle asco, la jara amarga del carril; unos ojos desorbitados anunciando kilómetros de huida, pero abiertos de par en par como si nunca hubiera temido a los futuros; sus patas, aún temblorosas, dejando esparcidas en la escarcha el sonido que hacen los espíritus cuando hacen acto de presencia.
Estos son latidos sin cuerpo que les frene. Confieso: en observar la carrera de aquel perro me iba la vida. ¿Pero qué le hacía huir? ¿Qué le había ocurrido minutos antes para alcanzar la velocidad de la vida en su carrera? Quién sabe, aunque si lo pienso bien, si me permito ser, tal vez el perro ni huía. No me extraña. No sería la primera vez que mis fantasmas me obligan a decir y hacer cosas en las que ni creo.
Juró que acabaré convertido en perro. En el espacio y tiempo que estuve recogiendo sus pasos, aquello no podía ser huir. Aquella era correr. Correr sin rumbo. Correr hasta desmayarse, reducirse a un hilo de sangre y razón, para no pensar en nada por una vez en su perra vida. Corría el perro hacia delante sin mirar atrás. Sin mirar lo que se dejaba ni lo que se le venía encima. Y lo hacía con sus ojos rebosantes de fuego -qué envidia- dejando sus patas y su saliva y su alma, un reguero de latidos, de espíritus confiados.
