Aquella noche con Lorca

Dame un beso, rosa mía preguntaste a la flor y el clavel, con todo el cariño del mundo, te respondió que no

Ilustración realizada por Federico García Lorca.
11 de junio de 2025 a las 09:40h

Jerez, ese caballo negro que preñó Dios para que sólo fuese montado por los hijos de los hijos del soberbio Lucifer y las hijas de las hijas del perezoso Belfegor, se ha quedado ronco por el humo de fragua que han destilado, hace unos segundos y que me parecen vidas enteras, las manos de esta vieja bailaora que ahora descansa a mi lado. La anciana huele a pan y aceite. O quiere pan y aceite. No hay gramática bajo su lengua. Sus dientes rechinan como piedras de molino. Galopa hacía mí o desaparecemos es mi aviso a los que dicen que me quieren. Lorca contempla a la prediluviana bailaora como hace con los cielos de sus amantes: con hambre. Porque para él, todo es la última vez, el último peldaño hacía el borde del ansiado precipicio.

Dame una razón para la desesperación me susurró nada más verme cuando tú sabes, amor mío, que soy el aire templado que viaja de la puerta de mi calle hacia tu azotea. Cierra esas ventanas manda el granadino, hijo de Goethe, al dios del vino. Y el tabernero que sella con oloroso añejo el paso del duende a los adoquines helados de la calle. Tú ya no te me escapas habla el bordón del ciprés morisco. Para la guitarra, la gitana se ha ganado un sitio en el cementerio de los que nunca morirán. La muerte, la mira mira. La muerte la está mirando. En una esquina del tabanco, a miles de años luz del sol, murmura Manuel Torre sueños de sus difuntos para abrir, de par en par, las puertas del infierno de los pobres. Agacha la cabeza y come le ordenaban en las miserias al monstruo del cante cuando el jerezano, para Federico, es el único faraón que ha conseguido volver del más allá. Siempre por los rincones, me veo llorando sentencia la pena grande.

Confieso que estoy y no estoy. Mis pulsos tiemblan sólo con ver cómo camina. Podría decir que me estoy enamorando pero ella, una muchacha recién traída de la cal y de la yema, dentro de unas horas dejará de ser para ser nada y nadie y no quiero ser esclavo de nadie y menos de nada. La noche, lo que los sonámbulos y heridos por la melancolía nombramos como noche, es un insaciable murciélago que devora historias inacabadas.

La madrugá es animal negro, sediento de ruegos y besos en las orillas de los mares de los apellidos. Ay mi niña de cal y yema. Es verte y me lanzaría como Ícaro a las mandíbulas del amor, amor que tiene colmillos hechos de jirones y olvidos. Es verte y las avecillas que revolotean en mi estomago destrozan sus nidos. Pero no, no iré a saber de ti, niña mía, porque no soportaría perderte nuevamente aunque vengas, esta noche y este siglo, vestida de oro e inocencia. Sólo Federico, trapecista experto, todo lo puede.

Yo, en cambio, gritaría: murciélago de la noche, quién pudiera arrancarte los ojos y sacar tus dientes de mi yugular agotada. Lorca, ayúdame. Mata a este innoble asesino para dejar de temerme a mí mismo. Sabes que no tienes nada que perder. Tu futuro ya está escrito. Sé que lo sabes por cómo me has cogido la mano, esta misma tarde, cuando paseábamos en las fronteras de los naranjos. Dame un beso, rosa mía preguntaste a la flor y el clavel, con todo el cariño del mundo, te respondió que no. Sé que lo sabes, de lo corto de tu existir, por cómo le hablas al hierro fundido,  al potro y al pozo chico. Sabes que no hay tiempo que perder. Ese fue el regalo que te donó Dios. Sólo tú, lo sabes. No hay tiempo que perder.