Del plato al water: la biografía secreta de lo que comemos

“Lo que comes cambia tu microbiota, y tu microbiota cambia tu cerebro" E. Mayer

29 de noviembre de 2025 a las 20:19h
Una persona cocinando comida para llevar.
Una persona cocinando comida para llevar. MANU GARCÍA

Una noticia publicada en una revista de impacto, Nature, me asaltó durante el mediodía del jueves: el trasplante más demandado en la actualidad ya no es la transfusión de sangre ni la donación de semen, sino el trasplante de microbiota fecal. Y la oferta procede mayoritariamente del sur global, mientras que la demanda llega del norte global. Es decir: los habitantes de la metrópolis necesitamos cada vez más la mierda de los habitantes de la periferia. La pobreza microbiana de nuestros intestinos ricos se ha convertido en una nueva fuente de patologías que van desde el cáncer de colon hasta el alzhéimer o el párkinson. Por el contrario, los intestinos de los “pobres” del mundo son mucho más ricos que los nuestros. Sabíamos ya que el intestino feliz es el intestino con una microbiota más biodiversa, como nos ensañaron Justin Sonnenburg y Erica Sonnenburg.

Como en una broma macabra de injusticia poética, aquellos que padecen el desarrollo desigual ecológico son ahora los portadores de las soluciones salvíficas para quienes lo disfrutan. Pero, yendo más allá de esta dialéctica perversa entre el Norte y el sur global, este trasplante de microbiota fecal nos deja ver con una claridad brutal lo insostenible del régimen agroalimentario capitalista: un sistema que nos enferma por fuera y por dentro.

Desde el momento en que un alimento entra en la boca hasta el instante en que abandona el cuerpo vale una de nuestras imágenes, casi weird en el sentido en la expresión acrónimo de J. Henrich: deambulamos por el mundo arrastrando una crisis ecológica interna que replica exactamente la crisis ecológica que padece el planeta. La simplificación extrema de la complejidad de la red de la vida nos devuelve, en forma de enfermedad, aquello que nosotros mismos hemos infringido al resto de la biosfera.

Convertido en algo muy distinto, se despliega un viaje que raramente miramos de frente, pero que revela más sobre nosotros que cualquier espejo. La ruta del plato al water no es solo un proceso fisiológico; es una crónica íntima de cómo comemos, cómo vivimos y hasta qué punto la diversidad, o su ausencia, modela nuestra salud más profunda. En muchos lugares del planeta, este viaje empieza con una riqueza que sorprende por su naturalidad: en aldeas rurales de África Subsahariana, las cocinas tradicionales pueden incluir decenas de especies vegetales distintas sin que nadie lo considere excepcional. Es una biodiversidad cotidiana, ese tipo de abundancia silenciosa que no necesita proclamarse. Y lo fascinante es que, tal como muestra el análisis global del microbioma humano con más de 168.000 muestras recopiladas por Abdill y colaboradores en 2025, estas poblaciones albergan los microbiomas más diversos conocidos: comunidades microbianas ricas en Prevotella y en productoras de butirato, estructuras internas que la ciencia vincula directamente con una salud metabólica estable y resiliente.

Algo semejante ocurre en muchas regiones rurales de América Latina, donde la memoria agrícola y gastronómica ,el maíz criollo, los frijoles, las raíces, las frutas silvestres y los fermentados caseros, funciona como una especie de cordón umbilical que conecta al cuerpo humano con la tierra. Allí, la diversidad vegetal alimenta la diversidad intestinal de manera casi literal, como si cada especie consumida fuera una semilla que germina en la microbiota. El intestino registra esa variedad como un ecosistema exuberante, y la salud se vuelve una consecuencia orgánica de la multiplicidad. Lo que se come, se recuerda.

Pero no todas las regiones del planeta viven ese equilibrio robusto. Hay zonas —el norte de África, Oriente Medio, partes de Asia oriental y sudoriental, donde la diversidad todavía respira, aunque cada vez con un pulso más débil. Son lugares donde la tradición y la modernidad conviven en una danza desigual: los cereales ancestrales, las legumbres, las verduras frescas y los fermentados continúan presentes, mientras la urbanización y la industrialización alimentaria avanzan sin pausa. En esos espacios intermedios, el microbioma se vuelve poliglota: Bacteroides, asociado a dietas occidentales pobres en fibra, convive con Prevotella, heredera de hábitos alimentarios ricos en plantas. Los estudios reunidos en el archivo “Del plato al water” subrayan este momento de fricción, de tensión y posibilidad: el destino metabólico de estos pueblos aún puede inclinarse hacia la diversidad o hacia la homogeneización, dependiendo de decisiones culturales y económicas que pocas veces se analizan desde la perspectiva de la biología interna.

Más al este y más al sur, sin embargo, la historia comienza a torcerse de forma más marcada. En las grandes ciudades de Asia Meridional y Central, igual que en buena parte de América Latina urbana, la biodiversidad alimentaria ya no desaparece de golpe; simplemente se difumina. Se hace más tenue, más esporádica, hasta quedar sustituida por una monotonía que los supermercados globales replican con precisión implacable. El archivo describe este fenómeno con una frase contundente: “microbiomas menos diversos de lo que prometía la cultura vegetal”. Allí, la vida microbiana pierde capas como un árbol que se queda sin anillos. Y no es solo cuestión de dieta: el uso masivo y a menudo desregulado de antibióticos, la pérdida de especies locales, la estandarización agrícola y el peso creciente de los ultraprocesados generan un entorno intestinal que ya no se parece al de sus ancestros. El cuerpo escucha estas transformaciones y responde con una pérdida de resiliencia silenciosa, que no se nota de inmediato pero que marca a largo plazo.

Aún más al oeste, en Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, el viaje del alimento atraviesa un territorio radicalmente distinto. En estas sociedades, las más ricas del mundo, la dieta se ha convertido en un paisaje sorprendentemente pobre. Un puñado de especies vegetales domina la ingesta calórica global; los ultraprocesados ocupan un espacio central en la vida cotidiana; la fibra y los fermentados ,antiguos pilares de la relación entre humanos y microbios, prácticamente han desaparecido. Los estudios citados en el archivo muestran que esta dieta crea un ecosistema intestinal empobrecido, casi monocromático, donde Bacteroides se convierte en la especie dominante y el resto del bosque microbiano se reduce a un número dramáticamente menor de ramas y hojas. Es el equivalente biológico de vivir en un desierto diseñado por la industria alimentaria. Y este desierto interior se asocia con un aumento generalizado de enfermedades crónicas: obesidad, diabetes, trastornos inflamatorios, problemas cardiovasculares. La riqueza exterior no compensa la pobreza interior.

Lo que llega al water, entonces, no es un simple residuo. Es el último capítulo del viaje, un espejo fisiológico donde se refleja todo lo que ha ocurrido antes: lo que se consumió, lo que se perdió, lo que se transformó y lo que sobrevivió. Las heces son, literalmente, un archivo. En ellas se despliega la huella exacta de la dieta: si hubo diversidad, aparece un abanico amplio de microorganismos y fibras; si hubo monotonía, surge una microbiota simplificada y frágil. El itinerario completo ,desde la tierra que produce los alimentos hasta el intestino que los procesa, se hace visible en ese momento final que casi nunca miramos.

A partir de esta evidencia, la pregunta que atraviesa el archivo adquiere una nueva dimensión: ¿qué significa comer bien? Durante décadas, la respuesta se buscó en tablas nutricionales, porcentajes de macronutrientes y cálculos calóricos. Pero la ciencia del microbioma ofrece una perspectiva distinta y más profunda. Comer bien ya no es solo comer “sano” en el sentido clásico: es comer diverso, comer vivo, comer alimentos que todavía llevan consigo una historia ecológica, que conectan con el suelo, con las semillas, con las tradiciones culinarias y con los ritmos de fermentación que existían mucho antes que la industria. Comer bien es, en última instancia, mantener la biodiversidad dentro del cuerpo y fuera de él.

Por eso, la ciencia microbiótica contemporánea llega a una conclusión: la salud humana no puede separarse de la salud del planeta. Las dietas homogéneas generan microbiotas homogéneas. La extinción de cultivos locales lleva consigo pequeñas extinciones dentro del intestino. La pérdida de diversidad vegetal es también la pérdida de futuros posibles para nuestras bacterias. El viaje del plato al water no es, entonces, solo un asunto fisiológico, sino un relato ecológico.

Aun así, nada está completamente perdido. El archivo agroecologico destaca que incluso las regiones más occidentalizadas pueden recuperar microbiota si recuperan diversidad alimentaria: más fibra, más fermentados, más cultivos locales, menos procesados, más conexión entre agricultura, cultura y nutrición. El cuerpo humano tiene una capacidad sorprendente para renacer cuando recupera la pluralidad. Quizás ese sea el mensaje final de este viaje: que nuestra salud depende de la diversidad, y que la diversidad es siempre una forma de memoria. Cada comida puede ser un acto de conservación o de olvido, un acto tan político como el voto. Y lo que ocurre al final del trayecto ,lo que dejamos atrás sin pensarlo, es simplemente la verdad última de lo que hemos hecho con nuestro alimento, con nuestro entorno y con nosotros mismos.
 

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