La calle más larga

Mi vista cambia la lente de arcoíris por la de color sepia, para engalanar de esta forma a los recuerdos con los que obsequiará a mi cerebro

Un kiosko, en una imagen de archivo.
Un kiosko, en una imagen de archivo. JACINTA LLUCH

Desde hace unos días asisto a una academia como refuerzo para unos estudios que tengo interés en cursar. Resido en un pueblo pequeño que, aunque se ha ido expandiendo y evolucionando a lo largo de los años, sigue conservando por suerte gran parte de su encanto y su historia. El centro de estudios se encuentra en la calle principal de la villa, y tomé la decisión de ir caminando, pues es un ejercicio más que saludable para completar el día. Igual soy a veces demasiado nostálgica, pero también de la opinión —que ya he expresado en ocasiones— de que recordar no es algo negativo y la prueba está en que cada vez que hago este recorrido, una sonrisa que no avisa emana de mis labios. Paseo sin prisas por la calle más larga de todas y que ha sido protagonista de los acontecimientos y hechos que han pasado a la historia, y que se encuentran encerrados en los archivos como si fueran un preso sin condena.

Mi vista cambia la lente de arcoíris por la de color sepia, para engalanar de esta forma a los recuerdos con los que obsequiará a mi cerebro. Camino deteniéndome en cada esquina y en cada paso de cebra —así los llamábamos— con la lección aprendida y que nos impartía mamá una y otra vez antes de salir de casa. Medio corríamos en dirección al colegio dejando atrás a los adultos, la única parada permitida era para esperar a que tu amiga saliera de casa y se incorporara para hacer juntas el recorrido. Ambas cargadas con las mochilas a la espalda, repleta de libros, de la cual a tu madre no se le ocurría desprenderte —tu mochila era sagrada, no importa cuánto pesara, pero solo tú podías cargarla—. Mi mochila de la serie animada La aldea del Arce era uno de mis mayores tesoros, creo incluso poder recordar el olor que desprendía a nuevo el día que la estrené.

Mi colegio sigue en el mismo sitio, casi al final de la más larga de las calles. Siendo sincera, no solíamos tener demasiada prisa por llegar, más de una vez la portera nos asustaba cerrándonos la enorme puerta verde en las narices, por llegar antes del último minuto en que daban comienzo las clases. Recuerdo además que si no queríamos ser castigados, el chicle solía acabar en el estómago. La goma de mascar era el motivo de que nos retrasáramos y el día no empezaba de igual forma si no podíamos parar en el kioskito a comprar aquella bolita de caramelo rellena de chicle de fresa y envuelta en papel transparente. Visualizo el lugar donde estaban las filas ordenadas de niños, frente a aquel carro que el vendedor empujaba hasta su sitio de siempre, y que no era otro que frente a la panadería. Algo estratégico si lo pienso ahora, pues parte del cambio que el panadero daba a tu madre iba destinado al kiosko de chuches y a comprar la bola de fresa. El kioskero siempre estaba allí esperándonos, excepto los días de lluvia. A los niños de mi generación y de mi pueblo no nos gustaba la lluvia, ¡pero nos encantaban las golosinas!

A pesar de no ser ya una niña, sigo sin duda siendo golosa. Pero nada tiene que ver el disfrute de entonces, de aquello que considerábamos un ritual y que ahora desde la lejanía de los años no puedo estar más segura de que lo era. No hay apenas niños que recorran las calles con las mochilas a la espalda, aunque las carreteras a las horas de colegio están repletas de coches que paran en doble fila. No hay colas para comprar golosinas a mitad de la calle, ahora llaman barracas a los establecimientos que venden gominolas, patatas, refrescos y todo lo vendible, horneando incluso pan. La panadería que estaba frente al kioskito también dejó de estar allí hace mucho.

¿Qué habrá sido de aquel hombre con bigote de Dalí que por diez pesetas nos daba el chicle más dulce del mundo? Algunas cosas vuelven, después de todo, yo he vuelto a estudiar y curiosamente en la misma academia donde de adolescente iba para no suspender las matemáticas. También y de forma maravillosa vuelven los recuerdos, el kioskito, los niños con los petos del colegio, las mochilas y los pasos de cebra, recorren conmigo a diario la calle más larga, con más historia y la que será siempre para mí la más bonita del pueblo.

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