Buscando tesoros como si no pasara nada

En este tránsito que es la vida no solemos detenernos para casi nada, más bien son las circunstancias que nos rodean las que nos obligan a parar

Un niño jugando en la arena.
Un niño jugando en la arena.

Es cierto eso que dicen que quienes nos dedicamos un poco a esto de escribir podemos inspirarnos o sacar ideas de cualquier cosa o circunstancia que se nos presente. Esta semana ha sucedido un poco así, concretamente al observar la fotografía por redes de la hija pequeña de una amiga y el comentario que escribió su madre; la pequeña, que puede contar con unos seis años, aparece fotografiada por su madre de espaldas y agachada en la orilla del mar: “En su mundo, buscando tesoros”. Es el comentario con el que se acompaña la foto y que me hizo reflexionar lo que a esa edad tiene valor y que solo algunos en la adultez son capaces de seguir valorando.

¿Por qué cuando somos pequeños buscamos tesoros en el mar? Quien dice en el mar dice en el campo, en el patio del recreo, en los jardines de plaza donde jugabas, en la cesta de la ropa sucia, en el cajón de los calcetines, en el armario de la abuela que olía a naftalina, en cualquier sitio hasta donde pueda alcanzar nuestra imaginación y donde solo el hecho de esperar a encontrar algo, era motivo para el mayor de los entusiasmos. Y como en muchas ocasiones afirmo este mundo iría mejor si de vez en cuando nuestra mirada se transformara en la de esos niños que fuimos y que buscábamos tesoros. 

¿Qué sería para ti en este momento un gran tesoro? Seguramente encontrarte un sobre con dinero entre las sábanas del ropero y no una rosa tallada en una pastilla de jabón que liaste en “papel para envolver zapatos” (papel sulfito, según lo llaman los expertos del sector), para que quien fuera que lo puso ahí, le sea más difícil de reconocer en caso de volver a encontrarlo ¡Qué cosas eh! ¡Incluso el papel para envolver zapatos era un tesoro que servía para ocultar más tesoros!

Y es curioso cómo hay cosas que, por muchos inventos para distraernos, adelantos tecnológicos y aunque como se suele decir “ya está todo inventado”, no pueden rivalizar con la imaginación de un niño, ni encajan en ese mundo en que ellos viven y que todos añoramos cuando llegamos a la adultez. Por suerte hay cosas que no varían del comportamiento humano y los pequeños siguen en las orillas de la playa buscando tesoros que la ceguera de la que disponemos los adultos, nos impiden ver.

Me ha resultado muy entrañable y casi me ha dado envidia al ver a la hija de una de mis amigas de la infancia en esa imagen, y en la etapa maravillosa en la que queríamos ser cazadores de tesoros, grandes detectives y guardábamos pequeños-grandes secretos que jurábamos callar para siempre. 

En este tránsito, que es la vida, no solemos detenernos para casi nada, más bien suelen ser las circunstancias que nos rodean, sucesos inesperados y las acciones y consecuencia de como actuamos o actúan el resto, las que nos obligan a parar. El ser humano cree sin dudarlo, además ser superior a todos y a todos. Ni siquiera nos detiene la inmensidad del mar, o el vertiginoso cielo, y pensamos que nos podemos adueñar de ellos o que nos pertenecen por poder surcarlos sin hundirnos o poder volar sin necesidad de tener alas. La inocencia que pocos hoy en día mantienen no ha de ser tomada como un defecto, como una señal de inmadurez o menos inteligencia, aunque muchos sin pertenecerle la tomen egoístamente para su propio beneficio.      

Tener miedo a hundirse, a alcanzar el cielo, al fuego, al frío y al hambre son instintos naturales que algunos seres humanos siguen desarrollando y que en mi opinión son la única esperanza para enmendar a este mundo caótico y sin sentido. Volver a inculcar a los niños valores y dejarles que nos contagien de su inocencia, hacerles entender que es lo importante. Dar valor en la sociedad a los sabios o ancianos debe ser primordial para todos. Y sobre todo como dijo la poeta argentina Alejandra Pizarnik “Mira con inocencia, como si no pasara nada, lo cual es cierto”.

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