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Fue apoderarnos del castillo moro —un simple montículo lleno de pitas y palmitos al borde de la carretera de Cortes— y mi hermana, sin más tesoros que unos pocos caracoles en ambas manos, se abrió la pierna con una alambrada de espinos que sólo servía como trapecio para hormigas rojas y alguna que otra araña. Fue hacerse paso el hierro en la carne y aquel siete de sangre roja empezó a teñir sus calcetines blancos de punto y mis ojos nuevos. No recuerdo que ella gritara mientras buscábamos a nuestro padre entre los girasoles.

Sería aquel mismo año —no otro— cuando mi hermano, persiguiendo una de esas sucias gallinas de corral, se rajó la mejilla derecha. Yo me encontraba a medio camino de todo cuando lo vi aparecer del fondo de aquel estrecho callejón de cemento sin enfoscar y ventanas rotas. Tras sus pasos iba la apestosa gallina, cacareando su precaria libertad de verano entre las piernas temblorosas de mi hermano Cristóbal, que no paró de mirarme hasta que mi madre llegó a él.

Ninguno de los dos se mereció aquello. Ninguno. Sería el costo que años después se cobraría la suerte para que un coche, uno de esos Renault cinco descoloridos, no me llevara por delante en aquellos mismos campos por cuestión de milésimas. Estuvo tan cerca que una de sus ruedas traseras, a velocidad de vértigo, alcanzó a aplastarme los dedos del pie. Un pie que trataron a base de aceite de romero y alcohol como al que curan de los achaques propios de la vejez. Pero es verdad que en este caso, a diferencia de mis hermanos, sí tuve la culpa. Por aquellos años andaba totalmente ciego por los abrazos que mi prima Carmen tenía reservados para mí cada vez que llegaba a su casa.

De aquella época guardo otra fotografía viviente en mi memoria. Tal vez no tenga nada que ver con lo dicho hasta ahora. O sí. En los llanos de La Pita y cuando el sol estaba en lo más alto, como una pelota inalcanzable, aparecía a los lejos una mujer vestida de luto. Sus ojos agachados decían cincuenta años, pero su joroba chillaba setenta inviernos de muerte. Aparecía día tras día. Año tras año. Tantos que estuve indagando y nadie supo decirme el tiempo que la mujer estuvo recorriendo ese camino al cementerio, aunque todos acertaron a responderme que estuvo haciendo y deshaciendo aquel mismo carril hasta que murió.

No sé qué demonios me ocurre hoy para escribir que la suerte es para todos pero que vence a los pobres. Que se ceba con los que no creen en nada o tienen demasiada fe. Que no toda nuestra fortuna se basará en el esfuerzo. Que nuestros destinos no se rigen por los cuidados que tengamos. Hoy alcanzo a decir que todo es puro azar como el viejo juego de manos: piedra papel tijeras.

Lo más listos podrán jugar con ese microsegundo de diferencia entre ambos contendientes para salir vencedores, pero de nada les servirá. De nada por mucho que sepan que la tijera gana al papel o que la piedra vence a la tijera. De nada porque no es real ya que lo únicamente verdadero es ese ínfimo pedazo de vida que nos entregan milagrosamente. Ese único y vital folio en blanco que invito a llenar, no de piedras ni de tijeras, sino de renglones torcidos y de mensajes secretos escritos en ácida sangre de limón. Un trozo de papel al que jamás alcanzaremos a darle un final escrito de antemano. No nosotros.

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