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La batalla de Brunete, como todas, se presentaba tan desigual que Gerda, antes de iniciar su jornada laboral, supo que nada volvería a ser igual. Si bien el ejercito popular de la República había conseguido una cierta disciplina a manos del General Vicente Rojo. Logrando con mínimo acierto, al final de la guerra, que comunistas, anarquistas y alguna que otra milicia entendiera que sin orden y disciplina nunca se podría hacer frente a un enemigo mejor abastecido, gustoso en las jerarquías y con el alma entregada fanáticamente a la imagen del Corazón de Jesús, que cada combatiente fascista guardaba como “parabalas” en el bolsillo de su guerrera.

Vicente pudo imprimir un cierto orden pero a esas alturas y con el abastecimiento de Hitler y Mussolini, sobre todo en el aire, ya era demasiado tarde para la victoria. Y no porque Madrid no se hiciera fuerte antes de caer y no vendiera cara su derrota.  Sino porque Franco ya había puesto sus zarpas en el norte. Tras arrasar Guernica a manos de Hitler y con su Baraka, como llamaban sus rifeños a su suerte. Con la muerte de San Jurjo, Mola y José Antonio como mártir ya nada le impedía completar aquel alzamiento nacional como líder supremo. Que defendía en un principio el regreso de la monarquía pero que terminó en el culto a un dictador y sus cruentos métodos durante cuarenta años. Donde se cribó cualquier atisbo de libertad.

Gerda Taro, nuestra fotógrafa, pudo ver antes de morir, destripada y aplastada por un carro de combate republicano, en una pifia maldita, como curas y obispos entregaban listas de profesores y ciudadanos de toda profesión, a los tribunales militares. Personas que durante la República no iban a misa. Vio, con su objetivo, tras el asedio a la democracia, como de nuevo ante el miedo a la represión, las iglesias se llenaban. Por citar un dato: en el barrio madrileño de Vallecas el jesuita Francisco Pinto informó a las autoridades franquistas, con una gran satisfacción, que en 1935, de 80.000 feligreses que componía su parroquia sólo el 7% acudió a misa ese año. Y que tras el trascurso de la guerra, ante el miedo de aquellas listas acusatorias, el cumplimiento del deber pascual junto al pago de diezmos arrasó y pasó a poner a los curas en un estado opulento y su parroquia volvió a estar abarrotada. El lavado de cerebros estaba a punto de caramelo. Un chantaje que se produjo no sólo en el transcurso de la guerra, sino que seguiría marcando la vida de quién no osase dar buena cuenta de su fe cristiana.

La muerte de Gerda Taro cayó como un jarro de agua fría a su entonces ex compañero sentimental Andre Friedman. Que en esos momento se encontraba fuera del país. Ambos firmaban con el pseudónimo de Robert Capa. Debido a la poca relevancia que unos inmigrantes judíos huidos de los nazis podían aportar al panorama fotográfico en revistas y periódicos hechos para la burguesía, y porque a Gerda siendo mujer todo le iba a ser más complicado. Ella antes de morir en un acto de valentía ya firmaba con el nombre de Gerda Taro, Photo Taro. Murió en un hospital con las tripas fuera pidiendo un cigarrillo y reclamando su cámara aunque la muerte ya era inminente. Gerda fue una mujer que se jugó la vida por contar la contienda bélica de España. Y de alguna manera, tras descansar, dejó el camino libre para que todas las mujeres del mundo puedan levantar sus cabezas pensando en aquella miliciana socialista cuya arma era una fotografía.

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