Una señal contra la violencia machista, como la ejercida por el hombre escondido en un armario.
Una señal contra la violencia machista, como la ejercida por el hombre escondido en un armario.

A lo mejor si hubiera escuchado a su padre no tendría heridas abiertas, futuras cicatrices que siempre estarán en la piel de la familia. Quizás si hubiera escuchado la voz de dentro, esa que se parece tanto a la voz de su padre, no tendría un dolor helado en el costado atravesándola del vientre a la boca. Tendría que haber reconocido y controlado el hambre de amor y no escuchar los cantos de sirena previos al tsunami. Huir quizás tierra adentro, a pesar de la escarcha bajo los pies descalzos y correr al regazo de la madre, como madre también, llevando a sus hijos en brazos y llenarse aún más la existencia con ellos.

Los hijos. Siempre los hijos. En custodia exclusiva y dolor compartido en la responsabilidad y en la incertidumbre. Pero no oyó a nadie, ni vio nada tampoco que no fueran sus ojos. Ni sintió nada, tampoco, que no fueran sus manos y el fuego, y tanto viento fuera. Todas las promesas en las noches, suaves promesas. Ciega de amor, del mal amor, y de locura claudicó al impulso del corazón. Jugó a ser libre sin ser consciente del naufragio. Pero la fragilidad no puede ocultarse, ni la ingenuidad tampoco, y se derraman y rezuman por los poros. Y pronto era inevitable que su pecho fuera costumbre y su olor, hábito, llenándola por dentro de sueños y mentiras.

Y lo veían todos y sabían que ella ya no estaba, o sí, pero solo su sombra, quizás dentro de la carcasa de su cuerpo, vacío caparazón cubriendo el miedo, o la nada. Y solo veía por sus ojos, y solo la calmaban sus manos y el abrazo fuerte y nocturno. No puedo respirar. No puedo respirar. ¿Dónde están los niños? Los hijos, siempre los hijos. Al margen, menos mal, pero con la perplejidad y el reproche futuro en la mirada.

Y ella cada vez más pequeña, más débil, más callada. Y él, más certero al arponear las metas de ella, la identidad de ella, la libertad de ella. Y estás en línea y no me hablas, ¿con quién estás de tonteo? Y esa foto que subes a las redes, ¿por qué interactúan tantos hombres? Y es que sé que me mientes. Sé que no puedo confiar. Tienes que ser una mujer de tu casa. No sabes educar a tus hijos. No hables con el padre. Aparta a los niños de los abuelos, y hazte cargo tú, que para eso eres la madre. Esa forma de vestir no me agrada. ¿Por qué no te tiñes el pelo de otro color? Siempre me han gustado las mujeres con un color de pelo distinto al tuyo. Tus amigas son muy liberales. No bebas vino sin mí. Y dame el móvil. Y con quién hablas. Y gritos. Gritos. Y llanto. Llanto. Aislamiento y desesperanza. Toda la pasión a destiempo, y a borbotones la culpa y la vergüenza.

A lo mejor, si hubiera escuchado a su padre no tendría tantas heridas abiertas. No sangraría. No estaría tan completamente rota. Y muerta. Y de la boca de él, amada y defendida boca, el insulto que confirmaba las sospechas que ya, desde hacía mucho, le agarraban con desesperación las manos y le apretaban el estómago: zorra, sin vergüenza, calientapollas. Ego herido. Y los buenos recuerdos en la pira de la amargura.

Acaba de barrer los trozos de sí misma esparcidos por el suelo. Los pedazos más pequeños los recoge con las manos, y le cortan los dedos. Sangra mientras debe asumir, desamar, y agachar la cabeza aún enferma de amor y asombro ante la reacción de ira incontrolable de niño rabioso que ha perdido su juguete. Pero ya sabe qué puertas cerrar tras de sí para que no la alcance el miedo, ni la nieve, ni las promesas más peligrosas, suaves promesas. Ella vuelve a los hijos de los que nunca se ha ido, y a la voz del padre y al regazo de la madre. Ahora sabe que perderse a sí misma, es perderlo todo.

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