Pedro García Olivo, el maestro de las cabras

Pedro se denomina antipedagogo, habiendo sido profesor intermitentemente desde mediados de los 80

Pedro García Olivo.
Pedro García Olivo.

Todo buen anarquista hispanoparlante tiene que haber escuchado el nombre de Pedro García Olivo. Y muchos profesores de enseñanza obligatoria, en algún momento de su vida, deben haber oído en tonos conspirativos este nombre. Pedro se denomina antipedagogo, habiendo sido profesor intermitentemente desde mediados de los 80. En esto es coherente, es decir, en no ser lo que ha sido. Porque no ser lo que no ha sido nunca, no tiene sentido. Lo malo es que ser lo que no es, es como ser lo que es. En fin, una cuestión compleja. Yo, que paso un poco de las etiquetas, me hago líos.

A Pedro lo conocí en el año 2000 en unas jornadas pedagógicas en Sevilla, y desde entonces creo que es el tipo con un discurso político más certero y más erróneo que conozco. A mí, así desde la distancia, me cae bien y me gusta leerlo, tras lo cual, me suele venir una extraña sensación entre líneas como de una fe sin dios, de una moralidad existencialista, casi de una necesidad de expiación. Pero más valiosa me parece, en estos tiempos prosaicos, su capacidad de mirar crudamente, con valentía, y perseguir la épica salvaje de lo inútil. Que de un abogado se diga que es un actor, un inmoral, incluso un mercenario, no tiene nada de sorprendente. Pero que un profesor reconozca las miserias de su trabajo, esto es cosa rara. También es verdad que lo lleva a lo extremo, y que eso de la educación espontanea, los niños todo el día en la calle, y los padres trabajando en la artesanía o simplemente no trabajando, parece la mejor idea para reeditar una forma de feudalismo. La gente, por lo general, no quiere sufrir de hambre. Pero claro, su ideal es anarquista, y entonces, yo suelo imaginar a Pedro en una comunidad indígena, aunque ahí también crítico, irreductible, disconforme, abandonando la asamblea para encerrarse en su cabaña refugio sobre el árbol justo en el margen del territorio comunal, donde no se pierde del todo el calor humano. 

Cuando lo conocí aquella tarde de 2000, él daba la ponencia, y el público, repartido por la inmensa sala, no llegábamos a la quincena. Dudo que la mitad de los presentes hubiéramos superado un test de salud mental. Pedro tenía una voz frágil y se acompañaba de un tocho de papeles que daba miedo fuera empezar a leerlos uno a uno. Como los buenos retóricos, reclamó la empatía del público, excusándose por sus pocas habilidades discursivas. La ponencia, a mí, me pareció magnífica. Hacía las veces de confesionario, aderezado con un humor un poco del absurdo, sostenido por afiladas críticas, empíricas y doctrinales. Un discurso bien engendrado. En un cuaderno anoté escuetamente aquella tarde, que Pedro había dado la conferencia, él había hecho las preguntas y él había respondido. 

Días después le envié mis impresiones por carta. En contra de mis expectativas, respondió. Con una cortesía exquisita y relativista, señalaba mis méritos y reconocía sus carencias, evitando cualquier enfrentamiento. Aquellas dos o tres misivas que cruzamos las guardo con mucho agrado. Recientemente ha publicado No a la escuela, una charla que dio en 2007 y que me ha recordado aquellos días.

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