Paseo junto al mar. La Caleta, en Cádiz, en una imagen de archivo.
Paseo junto al mar. La Caleta, en Cádiz, en una imagen de archivo. MANU GARCÍA

“La mer, la mer, toujours recommencée” (El mar, el mar, siempre empezando de nuevo)

                            El cementerio marino, Paul Valéry

 

         Muros impenetrables. Bloques cuadrangulares. Ventanas cerradas y vigilantes. Adoquines irregulares. Aire impuro. Ruido y griterío ensordecedor. Estrés. Locura colectiva inconsciente. Trasiego urbano.

         Aire limpio, respiración pausada. Un sol radiante de luz, calor y energía. Párpados deslumbrados que se cierran y, al abrirse, se alegran los semblantes. A la izquierda el dorado del astro, a la derecha el azul del mar.

         Mar que se extiende y se repliega. Horizonte que te permite ver sin mirar, alentando desde la lejanía sentimientos prometedores, palabras cálidas que dan impulso a tu corazón. Las olas se retuercen y se desploman en un orden caótico y armónico, anárquico y metódico, con un ritmo preciso. El mar es tan abierto que solo hay un escondite, tu intimidad; el diálogo contigo mismo, asentando tu propio ser. Luna que altera las mareas. Leyes físicas, impacto mágico.

         El mar es movimiento que se refleja acústicamente; nunca hay silencio. Rumores grandes o pequeños, agitados o serenos; el mar suma todos los sonidos, todas las escalas, todas las frecuencias. Son sonidos no amenazantes, por eso calman. Es como si estuvieran diciendo: ¡No se preocupe, no se preocupe, no se preocupe! Dice la cultura popular que las caracolas, al pegarlas al oído, guardan en su interior el sonido del mar, un murmullo fluctuante como las olas que vienen y van.

                            “Necesito del mar porque me enseña:

                            no sé si aprendo música o conciencia:

                            no sé si es ola sola o ser profundo

                            o sólo ronca voz o deslumbrante

                            suposición de peces y navíos.

                            (El mar, Pablo Neruda)

Una señora pequeña, con un gorrito redondo de tela camina lentamente  acurrucada hacia dentro, seria, sosegada; un pescador que sabe de la utilidad de lo inútil, pasa sus horas vivas, que no muertas, respirando calma y satisfacción porque el mar le ha ofrecido un jurel y una dorada para el almuerzo familiar; una joven deambula descalza, exhibiendo tics en el rostro, un leve tartamudeo solitario y parpadeos incesantes, que parece que se agitan siguiendo los vuelos desordenados de las gaviotas o acaso tratando de olvidar los atropellos de la vida; un hombre gestiona negocios o asuntos públicos desde la orilla; una mujer con varices camina por el borde del mar con los pies chapoteando en el agua para mejorar la circulación de la sangre; algunos se aíslan más si cabe con unos auriculares escuchando música o algún programa de radio amable; unos van y otros vienen, transitando; rápidos para activar su cuerpo o lentos para templar su alma.

Un hombre extravagante, de vocación reportero y de antigua profesión armador de un barco de pesca, el Frescomar4, con bañador rojo y una camisa floreada azul y blanca. Mueve la cabeza de un lado a otro. La cara perturbada, como si tuviera un mal sabor de boca, chasqueando la lengua. Las orejas del color del azufre.

Nuestro hombre padece de dolores de cabeza frecuentes. En el escondite sagrado y salvaje de su cuerpo los silencios le hablan. Vive en permanente desacuerdo con el mundo. Mira al mar buscando respuestas y se da cuenta de lo solo que se encuentra. Piensa que todos los cerebros están desordenados, que todos los hombres tienen su Bruto en el alma. Sus espaldas cargan una enorme cantidad de peso muerto. Está instalado en el silencio, como si su mundo fuera una tumba.

                            “Para mi cuerpo dolorido,

                            para mi triste alma lacerada,

                            para mi yerto corazón herido,

                            para mi amarga vida fatigada…

                            ¡el mar amado, el mar apetecido,

                            el mar, el mar, y no pensar nada…!

                            (Ocaso, Manuel Machado, extracto)

 

         En la playa ventila el miedo. La luz refulgente acompaña su silencio. Las palabras de los transeúntes le ayudan a vivir, a renacer, casi dan respuestas a sus preguntas esenciales. Posee una memoria prodigiosa. Dedica aquella mañana a hacer a los paseantes dos sencillas preguntas: ¿Por qué le gusta caminar por la playa? ¿Qué le gusta del mar? Y va anotando en su cabeza de manera fidedigna las palabras que le dicen los caminantes.         

         Los mayores declaran: ¡Es una gozada, una maravilla! / Necesito andar, es una necesidad, simplemente. / Me gusta la vista del mar. / Soy una persona bastante nerviosa y esto me viene muy bien, me relaja un montón. / Respiro aire puro, es una terapia.

         Pero se sorprende sobremanera con las respuestas científicas de los jóvenes: El poder curativo del mar viene desde civilizaciones muy antiguas. / El mar nos aporta iones negativos que producen serotonina y nos ayudan a relajarnos, a darnos alegría. Mejoran nuestro humor y reducen el estrés. / El yodo que se encuentra en la brisa marina es rico en sales minerales y un bactericida natural para prevenir las infecciones. / La temperatura fría o templada del agua del mar activa nuestro corazón y mejora el sistema circulatorio. / ¡Es sanador, es liberador, es terapéutico! Desconecta del asfalto, del alquitrán, pisas tierra húmeda. / Los sonidos del mar son ancestrales. / El color azul, el olor, la sal, nos da calma y tranquilidad. / Ayuda a concentrar la atención en un estado de meditación.

         Y aquel hombre de cuerpo tostado, satisfecho, se zambulló y nadó en el mar abrazándolo.

 

                            Si muero, que me pongan desnudo,

                            desnudo junto al mar.

                            Serán las aguas grises mi escudo

                            y no habrá que luchar.

                            Si muero que me dejen a solas.

                            El mar es mi jardín…

                            Oiré la melodía del viento,

                            la misteriosa voz…

                            Soñando, sollozando, cantando, yo volveré a nacer.

                            (Junto al mar, José Hierro, extracto)

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