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A veces, para tratar de ayudar a un hijo el camino más corto es ayudar a los padres. 

¿Quién ha dicho que tenemos que ser unos padres perfectos? ¿Quién ha dicho que a nuestros hijos no ha de faltarles nada?

Los niños aprenden en el comportamiento de sus padres. No se trata de decirles que estudien, que recojan la mesa, que ordenen su ropa, que sean buenas personas… Es un poco más complicado: se trata de que nosotros nos esforcemos en nuestro trabajo, que nos vean leer, que colaboremos todos en casa en las labores domésticas, que seamos honestos, leales, que sepamos resolver las diferencias sin gritos ni violencias, que encaremos los fracasos inevitables con buen ánimo y con fortaleza. Es éste el “microclima afectivo” que tenemos la responsabilidad de crear en nuestras familias, de manera que el niño crezca –como sin darse cuenta- en un ambiente que le orienta hacia una vida más verdadera y más llena de posibilidades, y aprendan a encontrar sus obligaciones –que las tienen- de una manera más natural. No resulte que sea verdad el consejo hipócrita: “Haz lo que yo te diga, no lo que yo haga”.

Si logramos ser unos buenos padres –no es necesario alcanzar la perfección e, incluso, en ocasiones es preferible no pretenderlo- ellos serán –con mayor probabilidad- unos buenos hijos, y si ellos se comportan como unos buenos hijos a nosotros nos será más fácil ser unos buenos padres. Amor y límites. Reconocimiento, estructura, jerarquía, normas claras…y paciencia.

Da la impresión de que hemos pasado del antiguo “los niños hablan cuando las gallinas mean” al moderno “cómprele el móvil no le vaya a ocasionar algún trauma”. Pues ni blanco ni negro. Ni esto ni lo otro.

A veces, para tratar de ayudar a un hijo el camino más corto es ayudar a los padres. Aunque para saber esto no se necesita ser psicólogo: esto lo saben todos los maestros de escuela del mundo y lo dejó dicho de manera irónica don Antonio Machado en su Juan de Mairena:

-Dicen que a usted le basta con ver a un alumno para suspenderlo…-le espetó un padre malhumorado ante el suspenso que había recibido su hijo-.

-¡Qué va!  Me basta con ver a su padre…

La perfección es una palabra muy alta, quizás en exceso. El peligro está en escribirla con mayúsculas y en añadirle, además, exceso de sacrificio y rigidez. Para nuestra vida cotidiana, para nuestra misión de padres competentes, es suficiente escribirla con minúsculas. Pero el error no es privativo de los hijos, también los padres pueden equivocarse, no faltaba más. Lo importante aquí –como en tantas cosas de la vida- es intentar hacer las cosas un poquito mejor. Y afrontar los retos con valentía y entereza.

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