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Existen muchas clases de orgullo: el propio, el ajeno, el de la madre, el padre y el espíritu —santo o mundano—, el de hijo, el del fan, el patriota, el baturro…

En un maravilloso y precioso bosque, había un gran lago y dentro, y a su alrededor, vivían gran cantidad de animales de todo tipo. De entre todos ellos, destacaba un gran cisne blanco con unas plumas largas y brillantes, dotado de una belleza sin igual. Estas dulces líneas corresponden al inicio de uno de los cuentos que recuerdo con más cariño de mis años tiernos. El cisne orgulloso se llamaba y bajo su plumaje se daban cita fábula y moraleja, como en un tórrido cortejo animado. Resulta que el bello ejemplar, sabedor de su hermosura, era de lo más presuntuoso y estaba pidiendo a gritos una lección de esas que Gloria Fuertes regalaba a las primeras de cambio. En la historia era un puercoespín quien se encargaba de empaparlo en humildad. Los animalitos organizaban un concurso de belleza en el que el jurado se componía de especímenes muy próximos al roedor —a saber: comadrejas, hámsteres, ratones y hasta un tejón—, de manera que estos votaban a favor de la particular beldad del puercoespín. Así es como nuestro cisne conseguía comprender que los dones están en los ojos de quien mira. A medida que lo veía, su orgullo iba menguando. Todos contentos en la pradera.

Existen muchas clases de orgullo: el propio, el ajeno, el de la madre, el padre y el espíritu —santo o mundano—, el de hijo, el del fan, el patriota, el baturro… Incluso estas semanas una conocida marca de champú nos invita a sentirnos orgullosas de nuestras seductoras e hidratadas cabelleras. Como puede comprobar, buen lector, la idea es que la jactancia forme parte del natural desenvolvimiento en sociedad, pero en la esfera de lo privado, también se lleva el orgullo. Desde hace algún tiempo, la famosa palabra ha estado más ligada que nunca al ámbito de lo sexual. Con ella se hace alusión al respeto por la diversidad de opciones amatorias y se rinde pleitesía a la diferencia. Hasta aquí, todo parece en orden a pesar que el aparente desorden acapare la atención.

El cisne se desprendió aleteando de su engreimiento. Ya no fue más el ave orgullosa que despreciaba a sus congéneres. Estaba curado, renacido, despojado de sus prejuicios; había encontrado su lugar en la vida humilde y apacible de los que son del montón. Disfrutaba de las prebendas con las que la amistad franca obsequia a los que no tienen nada que envidiarse. Había transformado al fin su orgullo en algo tan blanco como sus plumas.

En esto de la heterodoxia sexual, orgullo y festejo se dan la mano. Y las carrozas. Y el baile. Y el cuero y el tanga. Y las banderas multicolor. Y Raffaella Carrà. Y Liza Minnelli. Y Queen. Y las reivindicaciones. Y lo importante. Todo esto regado con grandes dosis etílicas de autoestima. Nada que objetar. No en vano, la pasada semana demostró que quizás esta sea una de las pocas maneras de hacer visible una causa justa. Cierta cadena progre, adalid de la crónica en directo y la tertulia política de aperitivo, lo ha evidenciado a su pesar. Cobertura pionera, seguimiento minutado del desfile, carroza propia, programación temática, e incluso autoproclamación de la propiedad del orgullo. Hasta peticiones de mano en directo en el marco de un formato de debate político. ¿Y por qué no? Todo vale para demostrar que no se tienen prejuicios, que fidelizar clientes bien vale un eslogan. Una pena que no entrevistaran al puercoespín. Les habría podido enseñar, como al cisne, la verdadera misión del orgullo. 

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