Si quisiéramos dar algunos ejemplos de eso que llaman pesimismo existencial, podríamos citar la visión schopenhaueriana del mundo como una voluntad ciega que devora infatigablemente a sus criaturas, o la imagen cristiana de un valle de lágrimas que requiere de un redentor de bondad infinita, o la teoría hindú-budista de un interminable ciclo de ignorancia, deseo y muerte. Sin embargo, existen otras culturas donde estas ideas, que quizá a los de formación cristiana tradicional les parezcan evidentes, están muy lejos de ser aceptadas.
En el mundo grecorromano, por ejemplo, detectamos una afirmación casi incondicional del mundo. Incluso los más ascéticos entre los griegos no aspiraban a otra cosa, salvo notables excepciones (Platón, Pitágoras, los órficos...), que una existencia agradable dentro del marco de esta vida, sin pretender trascenderla ni denunciar su error (o pecado) original, aunque para ello tuvieran que abandonarse al destino (estoicos), reducir los deseos (epicúreos) o vivir en pobreza y rebeldía (cínicos). Es una sensibilidad esencialmente optimista, que reaparece en el Islam arábigo, en el zoroastrismo, en el judaísmo clásico, en cierto tantrismo, en el Siglo de las Luces, en el marxismo o en el contemporáneo individualismo hedonista (si es que algún individualismo no lo es), que da el visto bueno a la vida, a lo que es, por el mero hecho de que Dios o la naturaleza así lo quieren. O que, en el caso más rebuscado, cree que la felicidad brotará espontáneamente de la realización de un orden social o material mejor. No está aquí, pero estará. Esta aceptación del mundo y sus posibilidades se sigue casi lógicamente del monoteísmo, y que el cristianismo tradicional se prive de ella se debe tal vez a sus otras influencias (gnósticas, maniqueas, etcétera).
La crítica que se puede hacer a este optimismo metafísico es su sadismo, pues se congratula de una existencia que contiene infinidad de miserias, que esconde en cada uno de sus cajones una masa anónima de tragedia, violencia y sufrimiento. Por el contrario, el pesimismo, por el que entiendo juzgar que hay un defecto de fábrica en un mundo en el que, para empezar, es preciso matar para que uno siga viviendo (al menos no es maravilloso para todos: sin duda no para el que es arbitrariamente devorado), cae con frecuencia en el masoquismo, en un sentimentalismo exaltado que le conduce a recurrir a la negación de sí, al ayuno y al cilicio, en la búsqueda de algún lugar sobre las nubes que sea mejor que este... Se puede aducir, en defensa del pesimismo, que precisamente porque visibiliza el sufrimiento tiene entre sus prioridades aliviarlo, y no es casualidad que de él se deriven las mayores éticas de la compasión y el altruismo que ha gestado la humanidad. El optimismo cae con frecuencia en la ética del más fuerte, en el sí entusiasta a la Ley Natural (o Histórica). En virtud de este contraste, mientras los hindúes ayunan o se hacen vegetarianos para honrar a sus dioses, sus vecinos musulmanes sacrifican un carnero y les llaman sensibleros. “Alá creó el mundo, pero se lo alquila al más valiente”.
Un punto externo a esta dualidad es lo que podríamos denominar quietismo, que considera que ambas posturas son apreciaciones subjetivas que no están presentes en la realidad, la cual no se presta, por su propia naturaleza, a un veredicto en términos "optimistas" o "pesimistas". Si el Buda decía que sólo le interesaba el cese del sufrimiento y Nietzsche, desde la orilla opuesta, rogaba que le llovieran los tormentos que elevarían su espíritu borrascoso, el quietismo puede ejemplificarlo el músico John Cage cuando, al preguntársele si no creía que había excesivo sufrimiento en este mundo, respondió: "Creo que hay sólo la cantidad justa". Es una postura predominantemente contemplativa, que tiende a descreer de la utilidad, e incluso la motivación, de la acción terrenal. Algo de ello hay en ciertas corrientes del liberalismo, el cientificismo, el taoísmo o el multiculturalismo. Si "bueno" o "malo", "justicia" o "injusticia", "deseable" o "indeseable" son meras categorías humanas, ¿por qué resolver nada? Si se enfría el motor que conduce a ayudar a los demás o a ayudarse a uno mismo, ¿qué queda sino la observación neutral, vegetativa?
En la práctica, aunque todos terminemos cayendo en una postura más que en otras, no es menos cierto que a lo largo del día todos tenemos arrebatos de autosuperación afirmativos, instantes de abnegación altruista y también de paz no discriminadora, lo cual sugiere, y quizás demuestra, que la textura de la realidad trasciende incluso el silencio de su contemplación. Queda a juicio de cada cual qué prefiere multiplicar y qué ir reduciendo poco a poco, si es que acaso tenemos alguna influencia sobre nuestro propio carácter, como se pensaba en tiempos quizá menos quietistas.


