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Frótate los muslos con las manos. Despacio y muy largo. Tan largo como si tuvieras antenas en vez de manos / ¿Para qué? / Para que haga aparición el viento / No me gusta el viento. Además, lo que tengo es frío / Pues con el viento podrás viajar en el tiempo y donde quieras porque el viento, amor mío, lo sabe todo.

Apenas podía recordar la cara de su bisabuela —la que llamaban La Cubana por sus anchas caderas y aquel extraño acento a miel quemada— pero aún retenía entre todas las palabras escuchadas durante su existencia el pequeño cuento que la anciana le susurró la última y la única vez que se dejó ver con vida.

El viento lo sabe todo.

La remota isla en el Índico en la que habían decidido ir a parar no tenía nada que ver con la pobre isla en el Caribe que había visto morir a la anciana y la cual, más por golpe de azar y vientre, le había dado el derecho a vivir y a tener aquel pelo rizado que amores más sencillos lo habían teñido finalmente de rubio.

“A miles de kilómetros y años me encuentro yo. Tengo el bañador tan despintado —la carne roja de la sandía llegaría el siguiente verano a convertirse en rosa chicle— que a través de la tela se vislumbran mis incipientes senos —aún eran dos gotas oscuras— y ese ombligo ridículo con el que todavía se ríen. Me arde la piel. Llevo toda la mañana jugando con la arena de la playa. Aquella diminuta cala que conocen todos los vecinos como las palmas de sus manos. No hay otra. No necesitamos otra. Para qué pensamos. Conserva aún sus olas con todas esas típicas gaviotas que anuncian los veranos y traen los otoños”.

Ve por helados.

“Mi hermano nació para pedir y yo -parece ser- para que a nadie le falte de nada. Así que cojo las cincuenta pesetas que creo recordar que costaban los dos polos de limón y armándome de valor dejo las chanclas junto a la sombrilla para no perder tiempo. O la fina arena del Índico no arde tanto o ya no soy capaz de andar como antes. El caso es que cada paso me cuesta un mundo. No sé cómo pueden vivir las lombrices bajo aquella temperatura infernal. De hecho, ya no quedarán ni lombrices. Nada queda. Pero son cien metros y las losas del balneario me aliviarán aunque antes debo bajar. Sólo es una pequeña duna de miles años que se resigna a morir —atrapada entre el paseo y el edificio que anuncia sanar a los enfermos y a los tristes— pero sobre ella los pájaros no quieren posarse. Todo aquel que decide atajar camino por ahí termina perdido.

Yo peso 30 kilos. No más. Puedo apostar que no llegaba ni a los treinta. Sé que puedo atravesarla. Es una simple duna con forma de media luna donde el agua —como las personas— queda estancada durante horas y horas. Aprieto las monedas con el corazón de mi mano y empiezo a caminar lentamente. Ya no arden las huellas que dejo atrás pero cada vez se vuelven más profundas. No llego. No llegaré. Me hundo y nadie se está dando cuenta. Me hundo con mis cincuenta pesetas y aquella sandía despintada que luciré otro verano más. Lo presiento. Sin ayuda no podré salir. Mis rodillas ya rozan los esqueletos de las almejas y las navajas”.

El viento lo sabe todo.

Tengo los ojos cerrados. No sé donde estoy ni quiero saberlo pero sí sé donde quiero estar. Ahora escucho soplar al viento. El viento traído por la carne que aventuró la bisabuela. Siento la cuenca de sus manos pacíficas caminar sobre mis muslos que hasta hace unos segundos no paraban de temblarme.

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