Cortijo del Fraile
Cortijo del Fraile

El cuatrolatas de mi padre llegó a la finca cuando el sol todavía se mantenía sobre las copas de los acebuches. Las luces del día hacían que el campo mostrara todas sus cicatrices y cada uno de sus sonidos. Como el de los pavos reales en celo, el cacareo de las gallinas que se escondían de nosotros o el que nacen en los troncos de los olivos cuando una bestia se frota en ellos.

A esas horas, no más de las seis en invierno, el señorito solía abandonar el cortijo y dejarlo en manos de mi tío Pepe; acontecimiento reducido a un portón de hierro verde, vigilado por un 1937 de azulejos granas, cerrándose hasta el día siguiente.

Nunca me despedí de ellos porque nunca nos miraron. Ni a mí ni a mi hermano. Se limitaban a montarse en el Land Rover y subirse al sendero de grava amarilla -moteado de charcos en los tiempos de lluvia- que los sacaba de su finca.

Los de mi estirpe elegíamos ese momento para encerrarnos en la casa para beber anís con pasas los mayores y puchero blanco los más pequeños. Siempre con arroz y una mota verde ahogándose en el caldo.

Luego cartas y fuego. Lo alimentábamos como el que alimenta un perro chico el primer día que se tiene en casa, cada cinco minutos, con ramas secas de olivo. Fuera los perros ladraban las presencias invisibles de la noche. No te preocupes sobrino. Fuera no hay nadie. No es tiempo de robar.

Mi tía, esa noche de los cien chistes, trajo granás tardías que solía guardar bajo las camas en pequeñas cajas con paja. Aún no sé cuántas comí pero durante varios días me supo la boca a sangre dulce.

¿Sabes que un polideportivo? Mi prima Elena me miró extrañada mientras dejó las cartas sobre la mesa. Un policía con chandal le solté sin dejarle tiempo de pensar.

Tenía una sonrisa sanísima. Una sonrisa de campo que había dejado de ver en mi barrio. Si hubiera crecido cerca de mi prima.., tal vez habría acabado casándome con ella. Con su sonrisa y su olor a campo en llamas.

Me causó tanta alegría que conté cien chistes. Todos distintos -y malísimos por cierto- que anotaba para no repetirme con una raya en un papel cuadriculado como hacen los presos condenados a perpetuidad en las paredes de sus celdas. Francisco Alconchel Medina, día ochenta y tres, año 1936.

Esa noche -ya a las tantas- me dejaron beber anís con tres pasas en su interior. El vasito era uno de esos que salen en las películas de western y que nunca se rompen.

¿Te acuerdas Mariquilla cuando mamá, la pobre, nos regaló cinco pasas el día de Reyes? escuché a mi padre decir en la habitación de los mayores.

Si has llegado hasta aquí y te gusta nuestro trabajo, apoya lavozdelsur.es, periodismo libre, independiente y en andaluz.

Comentarios

No hay comentarios ¿Te animas?

Lo más leído