Fotograma de la película 'El paciente inglés'.
Fotograma de la película 'El paciente inglés'.

Yo con diez años —ocho antes de que se filmara— ya soñaba ser ese bohemio de imperio derrotado que con sólo levantar el habla palidecía sus propias mejillas, pero de brazos lo suficientemente fuertes como para cargar con su amada desvalida por el desierto infinito aunque mis desiertos, por aquel entonces, se parecían más a un patio de colegio sin recreo o a una calle vacía en verano de un barrio por conocer.

El caso es que desde que comencé a amar, lo que fuera o a quién fuera, me atraía la idea de ser ese príncipe aviador que por una suma de nobles sangres sabía dar esquinazo a la muerte y a la misma vida sin necesidad de brújula y mapa. Yo, el que es capaz aún de temer a las hormigas pequeñas, me sentía por una extraña razón o cierto desatino en mi educación —más lo segundo que lo primero— capacitado de poder redirigir mi destino y el de mi querida amante de secundaria.

Por esa sencilla razón, cuando se estrenó la película en aquel 96 de salud y sol, y al verme identificado en aquel héroe de mentón de acero y mirada dulce me sentí, de repente, ajeno a lo cotidiano y a lo esperado. Todo lo que había soñado durante tantos años se hacía luz y aplauso.

El amor te hace posible, comencé a decirme aún en los créditos; el amor te salvará de morir cada día, gritaba para mis adentros cuando veía en mi instituto tanto beso programado y acorralado; cómo pueden amar sin amar. Yo no. Yo he nacido para encontrar en el desierto el amor que todos ansían pero nadie busca, me decía en la almohada los sábados.

Fue así durante demasiados años. Demasiados. Hasta que recordé lo que dijo una chica, ese mismo día del estreno, dos escalones delante de mí justo al terminar la película que cambió mi vida:

Sí, me ha gustado la película. Pero una pregunta.., ¿quién era el quemao?

La verdad es que la pobre no se había enterado de nada.

Eso o que nadie ama, de corazón, a los héroes.

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