Una carta de amor

Una carta de amor, por Santiago Moreno.

¡Juan Neva! gritó el oficial. Presente. Si el futuro es lo que nos sostiene... el presente es lo único que tenemos. ¡Más fuerte! ¡No escucho! ¡Juan Neva! volvió a vociferar el militar. ¡Presente! El soldado raso respondió bajo el tórrido agosto sevillano. 

Paco no se había equivocado. Hoy hará caló y de la mala amenazó Paco El Montoro cuando el sonido de la corneta lo sacó del catre. Dios quiera y te equivoques Montorito soltó su vecino de litera. Montoro será por lo de toro. ¿No le veis los cuernos? bromeó uno de los tantos que rebosaban el pabellón de uralita y hormigón. 

Unas pocas horas después, con el sol ya en todo lo alto, en la explanada corrieron ríos de sudor y nervio en las columnas vertebrales de los reclutas del 47. Hubo quien se desmayó. Cosa mal vista entre los soldados. Te señalaba para siempre. Juan Neva aguantó el tipo. Peores situaciones había padecido en las salinas de su pueblo. Hubo días que ni las gaviotas se echaban pá que no se les secaran las patas. El Puerto -pocos lo saben- vive custodiado por un desierto blanco. 

No se te olvíe que luego tienes lo mío susurró el de Montoro a su compañero de hombro y fatiga. Juan no podía responderle -si lo veían abrir la boca peligraría su permiso- pero sabía lo que su amigo se tramaba y lo importante que era para él. Después murmuró. 

¡Rompan filas! Y el cuadro se partió en mil pedazos. Corrieron las bocas al agua y a la charla. Neva, vaya dos horas más tontas. Y al finá... pá ná. El espacio que dejaron los reclutas fue ocupado por los pájaros. Buscaban encontrar algo que comer en la tierra levantada pero en agosto, por norma, no quedan ni los huesos de lo que un día fue. 

Juan se dejó arrastrar hasta la cafetería del cuartel. Un águila negra custodiaba la entrada. ¡Viva España! El portuense sabía que esa tarde comería gratis. Era lo que tenía saber leer. Un cuartito de vino y una rebanada de pan con una sardina de las de lata. 

Paco El Montoro tenía una novia por la que perdía la cabeza, la primera y la última se vanagloriaba el cordobés en las reuniones, y ella le mandaba cartas sin saber que su Paco no sabía leer y menos escribir. Ya lo averiguaría cuando el mozo volviera -y para siempre- al pueblo. Porque Neva, allí en mi pueblo no hay secretos. Se sabe tó... menos de lo bueno y más de lo malo. 

Juan, corto de estatura pero largo de horizontes, conocía de sobra el lugar donde debía sentarse. Apartado de la barra, lejos también de la radio del cuartel, pero sin dar mucho el cante. Analfabeto pero no tonto. La portada de un periódico, encerrada bajo el cristal de un marco, coronaba el rincón desde hacía un año. ABC. Triunfo deportivo del Sevilla. 

Toma. El de Montoro le entregó la carta que la mañana anterior había recibido de su novia. Mucho cuidao que… Juan Neva, estudioso y curioso, no podía más que cuestionarse el porqué estaba allí, en la cantina de un descampado, leyendo una carta de una desconocida a otro desconocido, con el que conviviría parte de su juventud. Sólo son dos años trataron de consolarle en casa. Dos años es un mundo, antes y ahora. 

Juan, al observar que la soldadesca estaba enfrascada en dominós y briscas, empezó a leer. Tres de agosto de mil novecientos cuarenta y seis. Querido Francisco, te escribo mi alegría. Pronto estarás en el pueblo. Conmigo. A mi lado. 

Un manotazo, de repente, le arrebató la carta. No había sido otro que El Montoro, que permanecía detrás de él y de pie, visiblemente enfadado, acunando sus papeles en el pecho como a una biblia. ¡Siempre te se olvía! Verás tú que me voy a buscá a otro pá que me lea. Juan sabía de sobra que el cordobés estaba folcloreando. El de Montoro se fiaba de él. Se lo confesó el primer día que se cruzaron en el patio del cuartel. No confío ni en mi mare pero en ti sí. Paco tenía la cara de los que nunca mienten. Juan es otro. 

Neva, te tengo dicho que te tape las orejas cuando me leas. Que te quieres enterá de tó, coño. 

Juan se guardó la sonrisa, llevaba unas pocas, y antes de ponerse nuevamente con la carta le pidió al camarero, un recluta delgaducho con cara de amargado, que le sirviera su merecida copa de vino con su tapa de sardina. No vaya a ser que hoy lo deje la novia pensó el de los Puertos. 

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