"Convertimos a alumnos que en algunos contextos se muestran decididos y valientes [...] en chicos dependientes y llenos de dudas".
...y sin embargo Occidente envejece. Los niños son un bien escaso. Y los occidentales, conscientes de que vivimos tiempos inciertos, los sobreprotegemos en un entorno que procuramos evitar les resulte hostil. Padres en extremo intervencionistas, un sistema educativo poco exigente y por ende ineficiente, una sociedad permisiva en exceso.
Pongamos un ejemplo, que rápidamente me podrán refutar. Primer curso de infantil, niños de entre tres y cuatro años. Una madre poco común que se niega a formar parte del grupo de WhatsApp de la clase. Un padre apurado que decide integrarse para no señalar a su pequeña. Casi bebés que pasan el día jugando y desarrollando sus capacidades gracias a una curiosidad innata y a formas de trabajo que pretenden fomentar sus habilidades sin hacerlos conscientes del proceso, sin demasiadas exigencias ni formalidades. Una responsable de aula que, a modo de experimento, para comprobar qué atención le prestan y qué grado de responsabilidad pueden mostrar los pequeños, les pide que al día siguiente recuerden llevar al cole algo de color naranja. No importa qué elijan, solo deben recordar que tienen un encargo. Lo esperable era que la mayoría no llevara nada, que algunos llevaran algo de otro color porque no les gustara el naranja y que otros pocos llevaran todo tipo de objetos anaranjados y también resultaría interesante saber por qué han optado por ese objeto en cuestión y no por cualquier otro, ¿el primero que vieron?, ¿el más llamativo?, ¿el que les entregó mamá? No hay consecuencias para ninguno de los chicos, solo un modo de comenzar a familiarizarlos con la responsabilidad.
Me pueden argumentar varios peros: que los niños a esa edad deben aprender jugando, y créanme que lo hacen, que el experimento les parece una chorrada, que son aún muy pequeños para que siquiera de lejos les suene el concepto responsabilidad, etc. Podría estar de acuerdo en todos esos “pero” y varios más. “Pero”, que me dicen si les cuento que el resultado del experimento se vio contaminado porque en el grupo de WhatsApp de padres se corrió la voz (sin que mediara la conversación oportuna entre el padre/madre delegado/a y la profesora, que es el cauce adecuado para la colaboración entre las familias y la escuela) y al día siguiente no hubo un solo pequeño que no llevara algo naranja a clase porque uno de sus progenitores se encargó de incluirlo en su mochila junto al desayuno. Ni uno sólo porque la madre que con buen criterio advirtió que se estaban inmiscuyendo y reventando una actividad escolar no pudo evitar que la corriente la arrastrara.
Demos un salto. Ya no son casi bebés. Son alumnos de tercero de Secundaria, educación obligatoria, catorce años. Los profesores envían las tareas por la plataforma virtual de comunicación entre el colegio, los padres y los alumnos. La razón: hay chicos que se distraen en clase y no anotan nada en la agenda, tampoco miran la plataforma, pero sus padres quieren estar informados para poder controlar su proceso de formación. No entregan las tareas, que son parte de la evaluación, aunque tienen horas en el aula para hacerlas, y los profesores prolongan y prolongan los plazos. Es decir, los profesores los eximimimos de cumplir con su responsabilidad.
Un salto más, el último. Clases en la universidad. Todos son ya jovenes adultos, pero en proporción poco adultos y muy jóvenes (un concepto de joven que se asimila al de adolescente crecidito). Universidades que han proliferado haciendo que los alumnos no se tengan en la mayoría de los casos que marchar de casa con la pérdida de autonomía que ello supone. Padres que matriculan a sus hijos, que pretenden acudir a tutoría con los profesores. Alumnos que son guiados por compañeros y docentes con el encargo específico de acompañarlos en su devenir académico porque no se entiende que no requieran ayuda externa para desenvolverse en la universidad y, si no se espera que lo hagan, lo normal es que se sientan inseguros si no la reciben.
Resultado: convertimos a alumnos que en algunos contextos se muestran decididos y valientes (por ejemplo, algo impensable para sus padres, cuando se marchan de intercambio, cuando solicitan una beca Erasmus, etc.) en chicos dependientes y llenos de dudas cuando su paso por el sistema educativo termina, que lo alargan con algún máster y cursos, sin poder y sin saber cómo saltar a un mundo profesional, el real, plagado de incertidumbres, para el que no están preparados porque no conocen la ausencia de mediación paterna, porque esperan supervisión para el cumplimiento de normas que se vuelven cada vez más laxas y porque muestran muy baja tolerancia a la frustración, simplemente porque no los enfrentamos a ella.
Solo unos pocos, los que son especialmente independientes, cuyos padres los han empujado a enfrentarse al mundo aguantando sus propios miedos y el deseo de protegerlos, donde los profesores no los han igualado bajando el rasero. Solo esos pocos sabrán desenvolverse en este nuestro mundo adulto. Tan lleno de oportunidades, tan injusto, que reparte alegrías y heridas por doquier. Este mundo en el que sufrimos y disfrutamos, y en el que a ellos, creyendo construirles un camino, les ponemos piedras que dificultan su caminar.
