Nunca seremos abuelos

Los padres más egoístas de la historia acusan a sus hijos pesimistas de no querer descendencia como si el hundimiento de la natalidad fuese algo reciente y pasajero

Dos hermanos, en Cádiz, en un documental rodado en 1954.
27 de diciembre de 2023 a las 14:06h

Cómo se aprende leyendo entrevistas. Y haciéndolas. En verano, un politólogo (¿qué será eso?) argentino que se rifan las emisoras de medio mundo pasó por Cádiz. Pablo Stefanoni, entre muchas ideas, afirmó que las actuales generaciones jóvenes son las primeras de la historia en caer, de forma tan mayoritaria y precoz, en un fatalismo irremediable, en un pesimismo irreversible. “Todo va a ser un desastre”, parecen llevar los chinorros tatuado en las meninges. “Nada de lo que podamos hacer, juntos o cada uno, evitará la debacle”, parecen decirse entre ellos con la mirada. Cierto que la tristeza es un vicio y la derrota, muy tentadora, muy facilona.

Pocos días después, Paco Piniella se despedía del cargo de rector de la Universidad de Cádiz y en una conversación pública dejaba caer: "No seré abuelo. Bueno, como casi todo el mundo de mi edad. Ya pocos van a ser abuelos”. Al ver, un diciembre tras otro, los datos de natalidad, mortalidad y censo, los números de la población que se va y la que no llega (en todos los sentidos de ambos verbos) resulta inevitable unir las frases de las dos entrevistas.

Los jóvenes no quieren reproducirse hace mucho. O quieren cada vez menos. Los clasistas y avaros, esa creciente legión enfurecida, la gente de orden, del suyo, culpa a los nuevos ejemplares. Señala a sus (pocos) hijos. Qué insolidarios y egoístas, dicen los campeones de todos los tiempos de insolidaridad y egoísmo, los que viven aterrados en algún jardín rodeado de hormigón de la vieja Europa por si llega un inmigrante con hambre o rabia. Estos veteranos de ninguna guerra olvidan que desde que eran chavales, desde 1980, por lo menos, sin pausa, cada quinta quiere fecundar o parir menos que la anterior.

Que sí, que sí, que la inflación, Putin, Gaza y Afganistán, que la vivienda y el empleo. Mentira. Bullshit. Paparruchas por traducirlo a idioma navideño. Cuando esos elementos no existían —había otros horrores y frenos, siempre los hubo— la tendencia era la misma: descendente a toda velocidad, hacia abajo avante toda, como el escroto de un viejo, como las mamas de una vieja.

Los que tienen ahora menos de 35 años, como los que tenían menos de 35 hace 20 ó 40, creen en el axioma de Borges aún sin reconocerlo: “Los espejos y la paternidad (maternidad, hay que añadir ahora) son detestables porque reproducen a los seres humanos”.

Para ser pesimista hay que estar bien. Cuanto mejor estás, peor. Obvio. Hay algo que perder. Echen la cuenta, si ahora lo somos más que nunca... Cuando estás ahogado en fango sólo puedes ser optimista o conformista. Cenizo ya no se puede.

Varias generaciones de padres desastrosos en esta parte privilegiada del mundo, este hemisferio nuestro, juzgan soberanos desde su púlpito moral, borrachos de comodidad y hedonismo crónico. Saben de lo que hablan. Ellos, esos viejos, ya fueron niños mimados. Luego, bien entrados en la treintena, sin prisa, se pusieron a criar a uno o a dos consentidos (que aún tienen margen de mejora). Además de piso y coche, título universitario y medio millón de borracheras pagadas, también le han legado a la breve prole un miedo atroz a poner el pie fuera de la juventud. La gozaron tres décadas enteras. Lo saben. Cuesta salir.

Esos puretas que ahora miran con arrogancia a los que vienen por detrás fueron los inventores del bienestar físico y material, el presunto y el real, que ahora corroe cualquier voluntad, impide cualquier levantamiento. Ni del sofá. Esos viejunos fabricaron, por dinero, como siempre, el mundo digital que ahora les asusta y al que están tan enganchados como los chavales. Quizás, más. Fueron los constructores de un mercado laboral salvaje que pisotea a todo el que tenga menos de 35 y más de 45. Han gastado el agua, el oxígeno, de los próximos 80 años y piensan irse sin pagar.

Esos cuarentones avanzados, cincuentones o sexagenarios, corruptos por lo común, tuvieron regalado el acceso a la formación, al empleo y a la buena nómina, casi sin intentarlo. Esos, ellos, nosotros, manda cojones, reniegan de la falta de esfuerzo, perseverancia y resistencia de sus hijos, sus sobrinos, los amigos. Que no aguantan nada. Que ni están dispuestos a perseverar un par de años en algún agujero, por probar. Que desprecian el trabajo fijo (el mayor rasgo de grandeza de las nuevas generaciones). Que no hacen suya la empresa del otro, del que se forra. Que no quieren estabilidad, como si fuera deseable. Que las mujeres, a mayor independencia social, económica, cultura, menos quieren comerse solas, abandonadas, encerradas, el engrudo del cuidado, la protección y la crianza. Con lo felices que fueron nuestras abuelas de parto en parto, de fregado en lavadora, de paliza en borrachera varonil.

Habráse visto qué desfachatez. Así, claro, ni nietos, ni nada. De follar, ni hablamos, decía el chiste.

Por acción u omisión, esos críticos vetustos son corresponsables —a medias con los jóvenes que ya se tendrán que buscar lo suyo, como todos sus predecesores— de que nadie tenga demasiadas ganas de reproducirse. Los viejos que lleguemos, si llegamos, a tal condición no tendremos nietos. Igual serán inmigrantes los que tengan que empujarnos la silla de ruedas y cambiarnos la chata. Aunque, sorpresa, eso ya sucede ahora. Incluso, hay quien dice que ya sucedió en la década anterior, y en la anterior a la anterior. Cuando los actuales predicadores de juveniles faltas ajenas tuvieron que cuidar de sus mayores parece que, por lo que sea, no pudieron, no estaban. En todo este artículo, en todos los artículos, hay excepciones infrecuentes y nobles, claro.

Con el telediario que le dejamos a los que vienen, sin agua, con un calor estrangulador, cubiertos de plástico hasta el cuello, de guerra en guerra como si estuviéramos en el siglo XX, todavía nos sorprendemos de que no quieran dar nietos. Aún nos espantamos si no le pasan una a la empresa de toda la vida que les paga la mitad de lo que sus jefes, los que les piden paciencia y constancia, cobraban hace 30 años con la mitad de preparación y dedicación.

Todavía nos impacta que se caguen en la cultura del esfuerzo. Resulta que ya han visto, en sus mayores, cómo acaba ese cuento. Ya saben dónde termina cada partida, cuáles son los métodos de permanencia y promoción, casi todos basados en la genuflexión y el sexo oral figurado. Hay poco reproche que hacerle a los jóvenes. El desprecio que sienten por la vida cotidiana occidental y adulta es fácil de compartir.

Lo de los nietos tampoco es para tanto. A ver, tampoco hay tantas ganas. Si no puede ser, pues nada. Hay muchas series pendientes que ver. Siempre podremos sentarnos a morir frente al televisor como nuestros padres pero creyéndonos mejores porque el veneno paralizante es Netflix, no Sálvame o los documentales de Hitler. Además, pronto implantarán inteligencia artificial a los nenucos y los ancianos, si lo llegamos a ser, podremos comunicarnos tan ricamente con esos cibernietos tan realistas. Hasta les daremos dinero a escondidas y les podremos atiborrar de Nutella cuando nadie nos vea.

Cumplirán con la función biológica perfectamente mientras nos vamos despidiendo de este sitio tan horrible en el que tanto nos gusta estar, en el que tan felices fuimos. “Qué triste la vida y qué pronto se acaba”, como dijo otro maldito. Judío, además. Los que vengan detrás, así habrá sido desde el big-bang, que arreen. Pero lecciones de prostáticos amargados, por favor, las menos. Todos fuimos vividores hasta donde pudimos pero, reconozcamos, nunca tan inteligentes como los contemporáneos para escarmentar en cabeza, plateada, ajena.

Un respeto, o dos, para las primeras generaciones que se han dado cuenta del gran cobazo.