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Ninguna guerra fue ni será del pueblo. Ninguna... ya que como tal, se conforma con pan y circo. Pero eso no hace rico ni poderoso a nadie..., por eso mismo nos venderán eso de salvaguardar la patria y nos meterán el miedo en el cuerpo diciéndonos que está en peligro el futuro de nuestros hijos y de nuestros hogares cuando serán nuestros hijos -nunca los suyos- los que utilizarán como carne de cañón y morirán vacíos en un campo de batalla o tal vez junto a nosotros, en nuestro propio salón, que a golpe de botón puede ya convertirse en nuestra propia tumba mientras permanecemos tranquilos viendo cómo un loco, un maldito loco, pone barcos en un mar que no es suyo y hace volar sus aviones desde un país que proclamamos nuestro.

Porque no es nuestro país... es de ellos. Sería nuestro si fuéramos capaz de decir NO a las alianzas militares y SÍ a una alianza justa entre naciones. Sería nuestro si en el momento que lancen sus bombas saliéramos a la calle para gritar que nuestros hijos son nuestros y no los huesos de un cabrón. Sería nuestro país si votáramos paz y desarme antes de que sigamos favoreciendo que nuestras tierras sean simple mera moneda de cambio y cultivo de favoritismos. Seríamos dueños de nuestro destino si fuéramos capaces de ver que una Europa sin fronteras -avergonzada y paralizada por su trágico pasado- ha podido mantener la paz durante más de setenta y cinco años.

Lo de ahora es vergonzoso. Estando en Portugal rescaté de una emisora de radio unas voces que hablaban de la necesidad de retornar al servicio obligatorio militar, de la necesidad estratégica de preparar jóvenes soldados en caso de una hipotética guerra mundial. No hablaban de hacer poetas, arquitectos, médicos. Aquel militar con voz de abuelo hablaba de preparar combatientes para una guerra que nunca -en ningún caso- será la suya.

Lo escuchaba mientras conducía por unos pueblos que hacen siglos que no conocen la guerra. Y no conocer..., está claro que es sinónimo de desplante a los infiernos. Ésto me llevó a recordar un pequeño cruce de caminos en la localidad francesa de Poitiers. Llevaba mi coche despacio -a velocidad de la fotografía- cuando tropecé con una pequeña cruz de piedra junto a la carretera y a cien pasos de una casa blanca y de madera que coronaba una suave pendiente. Parecía que nadie vivía dentro. O nadie, seguramente, quería hacerlo en aquel remoto lugar sin nombre.

Tres nombres seguían intactos. Tres nombres clavados en la piedra con el mismo apellido pero distantes, entre ellos, por unos pocos años. Los tres muchachos habían nacido a finales del siglo XIX y los tres habían sido arrancados de la vida en el funesto año del supuesto Dios de 1915. Había restos de flores. Sólo la cuerda que había atado al racimo conservaba su color y su forma..., una verde y rizada cuerda plastificada que arañaba la escena. Fueron hijos sin hijos que su país dejó morir por el ego y el ansia de poder de unos pocos que vivieron para contarlo. No dejemos que vuelva a ocurrir..., por mucho que no sepamos cómo sabe la sangre de nuestros hijos.

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