Ni son princesas ni hay príncipes

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Miembro de la Asociación de Hombres Igualitarios de Andalucía. (A Rocío siempre, antes, después y luego)

Actores y actrices vestidos de personajes de Disney: FOTO: MYDISNEYADVENTURES
Actores y actrices vestidos de personajes de Disney: FOTO: MYDISNEYADVENTURES

Leí hace poco en una página de internet donde se criticaba la costumbre española y de otros países de agujerear las orejas de las recién nacidas para colocarles los pendientes, e incluso que en Inglaterra se había iniciado una campaña de recogida de firmas para solicitar la prohibición de esta práctica, por considerarla una forma de violencia de género.

El artículo me hizo pensar. Vaya por adelantado que, aún considerándolo también un acto de violencia de género, recordemos que violencia es el uso de la fuerza para conseguir un fin, especialmente para dominar a alguien o imponer algo, y no existir una base cultural que justifique tal acto, pensé que la importancia debía situarse en un plano distinto que el del acto en sí. Reflexioné también sobre la discriminación que ya desde recién nacidas sufren las niñas en relación con los niños, que no somos sometidos a ese acto.

El camino a la solución de mi búsqueda lo encontré en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, y en concreto en la tercera acepción de palabra socializar. Según la RAE, socializar es adaptar a un individuo a las normas de comportamiento social. Y esta definición me llevó al patriarcado, y a la socialización que desde muy pequeños y pequeñas nos somete.

Esta socialización se realiza a través de la familia, la Iglesia, el Estado, la escuela, o los medios de comunicación, y consiste en la construcción en nosotras y nosotros de lo que llamamos “el género”, o conjunto de instrucciones, comportamientos, roles y estereotipos, que nos son asignados según nuestro sexo, para que cada una (o) de nosotras (os) seamos y actuemos en sociedad según sus directrices y parámetros.

Y pensé que en el agujerear los lóbulos de las recién nacidas puede estar el inicio de su socialización. La imposición del género asignado, su adaptación a las normas de comportamiento social del patriarcado. El primer mandato que reciben indicándoles cuál será su lugar en este mundo. Un aviso para navegantas. De esta forma simbólica, se susurra al oído de niñas, familias, y sociedad, cual es la misión que de ellas se espera, “sufrir, estar guapas, atractivas”.

Y es desde la familia y la escuela, desde donde mejor podemos atacar este invisible proceso de adoctrinamiento, que marca nuestras vidas, estableciendo jerarquías de poder, sin que tan siquiera seamos conscientes aun de nuestra propia identidad sexual.

Por eso creo importante que reflexionemos sobre cuestiones que no son banales, aunque así lo creamos. Cuestiones como los colores, porque no es verdad que existan colores para ellas, y para ellos. Sobre los juguetes, porque las bicicletas, los vestidos de Nancy y las cocinitas no son inocentes, e indican un itinerario que no ha sido libremente elegido.

Que hay cuentos que trasmiten ideas de desigualdad y discriminación, porque ellas no son princesas cuyas vidas dependan del beso de un príncipe (La bella durmiente), ni de un zapato perdido que encaja en sus pies y las rescate de la pobreza (La Cenicienta), o del falso cariño de un maltratador que la secuestra, maltrata, y de quien ella se enamora (La bella y la bestia). Ni ellos príncipes apuestos, azules y valerosos.

En la escuela, que el lenguaje es importante porque con él les decimos a ellas y ellos la importancia que tienen, si existen o no, y cuál es su posición. El genérico masculino nos dice que ellos son los primeros y las niñas siempre las segundas, tanto que ni se las nombra, y sabemos que lo que no se nombra no existe. Y sí es por cuestiones de economía del lenguaje, suprimamos antes tantas palabras inútiles que hay en nuestro diccionario. En los deportes, en los juegos, en el de patio, que el futbol no ocupe todo el espacio, que nos tomemos en serio el establecimiento de reglas para una participación igualitaria, y se fomenten los juegos no sexistas.

Que en las actuaciones de fin de curso y otros eventos escolares, no los separemos y distingamos según su sexo, para las niñas estos roles y papeles, para los niños estos otros. Que ellas no lleven un ridículo tutú (mi hija menor se negó en rotundo, y el mundo no se acabó), y ellos camiseta blanca y pantalón vaquero. Que las niñas no sean “bailarinas de salón”, y los niños valerosos cowboys en el lejano oeste. Que ellos y ellas ayuden en los trabajos físicos y de fuerza, y no se discrimine por el sexo. Las niñas y los niños son fuertes.

Es tanto lo que podemos construir deconstruyendo para evitar esta socialización que nos separa y hace daño (la violencia es una consecuencia). Somos personas, y las diferencias fisiológicas que tenemos entre unas y otros no justifican estos tratos diferenciados. Compremos balones, muñecas, pintemos los cuartos del color que ellos y ellas quieran, pero no decidamos y dejémoslas (es), que acierten y se equivoquen, que sean independientes. Es la mejor educación en igualdad que podemos dar.

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