Necesitamos tener (más) miedo.
Necesitamos tener (más) miedo.

Ignoro si es solo una percepción individual, pero la segunda ola de la pandemia me está haciendo mucha más mella que la primera. Probablemente es porque el virus respetó bastante nuestra zona —no tuve a ningún conocido con covid-19 durante toda la primera ola—, de modo que, aunque leíamos sobre mil historias tristísimas, a muchos nos pillaban lejos. En esta segunda ola, en cambio, no dejo de tener casos a mi alrededor, incluyendo a personas que lo han pasado realmente mal con la enfermedad y a otras que han dejado de acompañarnos en este extraño mundo nuestro. El virus está aquí, mucho más imbricado en nuestro entorno inmediato que durante toda la primera ola. Y, aun así, parece que nos cuesta contemplar la terrible gravedad de la foto global.

Durante toda la primera ola, hubo un férreo control informativo impropio de una situación como esta. No hemos visto más que pequeñas pinceladas del drama terrorífico —no tan lejano de lo que sí vemos en películas sobre guerras o desastres naturales— con el que están conviviendo diariamente nuestros sanitarios, y solo oímos como un eco lejano las historias sobre muertos que se entierran sin la presencia física de sus familiares, sobre cadáveres que se agolpaban en una pista de patinaje sobre hielo, sobre residencias en las que nuestros ancianos iban dejando este mundo sin que se les concediera siquiera la oportunidad de luchar por sus vidas en un hospital. Y yo mismo he creído durante toda la primera ola que esta tendencia informativa tan light era algo razonable para evitar el sensacionalismo, la utilización de los muertos con fines políticos y, sobre todo, el sufrimiento de una sociedad ya de por sí angustiada por la situación. Ahora opino lo contrario.

Mi cambio de opinión se debe a que, mientras que durante la primera ola se aplaudía a los sanitarios, ahora leemos sobre violentas movilizaciones contra las medidas para combatir el virus —aún demasiado suaves, a mi juicio—. Y mientras que entonces abundaban los mensajes empalagosos sobre la importancia de nuestro papel como ciudadanos, ahora una parte excesivamente amplia de la población frivoliza con teorías conspiratorias surrealistas para pedir, al fin y al cabo, hacer lo que les dé la gana caiga quien caiga.

Echo en falta, pues, que nuestros líderes políticos nos hablen con la misma claridad con la que hemos podido oír a Merkel o a Macron: explicando la gravedad de la situación, aportando las durísimas cifras sobre el número de fallecimientos que tendrían lugar si no se tomaran medidas contundentes y, en definitiva, tratando a sus ciudadanos como personas maduras. Cierto es que demasiados españoles están demostrando un pensamiento mágico y un comportamiento infantil e inmaduro, pero tratarlos como tales no hará más que incrementar esta tendencia. Y hace falta hablar claro a la sociedad, además de explicarle las medidas muchísimo más duras que se están adoptando en países con un impacto inequívocamente menor de la pandemia, sin que nadie sospeche que Alemania o Francia se estén convirtiendo en países dictatoriales.

Necesitamos tener miedo. Más del que ya tenemos. Necesitamos ver la brutal gravedad de lo que está sucediendo, más allá de casos particulares y frías cifras. Necesitamos que el poder de la imagen del terror cotidiano afecte a todo lo que pensamos y hacemos: adoptar medidas de seguridad en nuestra vida cotidiana, valorar con cabeza las decisiones políticas y dejar de elaborar teorías absurdas para justificar la supuesta falsedad del virus y, con ello, nuestra irresponsabilidad. Y, ojo, no es el sensacionalismo lo que abogo por introducir en el tratamiento informativo de la pandemia, sino la transparencia. Contar y mostrar la realidad tal cual es.

Porque es totalmente comprensible que los trabajadores y los propietarios de negocios de toda índole estén preocupados por la economía, pero hay que explicar que sin salud no hay economía que aguante, y mejor medidas dolorosas parciales al colapso de nuestro sistema sanitario y a un nuevo confinamiento total indefinido del país, algo totalmente posible aunque el ministro Illa intente negarlo —basta echar un ojo a Irlanda, Francia o Gran Bretaña—. Es decir, tomar medidas demasiado suaves sí podría acabar de forma irreparable con la economía de nuestro país. Por no hablar de la herida imborrable que las decenas de millones de enfermos y las decenas o centenares de miles de muertes dejarían en nuestra conciencia colectiva.

Es absolutamente preciso y urgente un comportamiento responsable de los ciudadanos y, por supuesto, de nuestros políticos; y ello requiere la adopción de un comportamiento más maduro y racional como sociedad. Se trata de algo tan sencillo y a la vez tan difícil como estar a la altura de las circunstancias. Si para ello necesitamos una mayor dosis de realidad, bienvenida sea, por duro que ello pueda resultar.

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