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Estaba asustada, casi no quería salir a la calle porque temía ser expulsada, si la cogían sin papeles. 

Me parte el corazón. La observo en silencio. Sus hermosísimos ojos negros, perfilados con tonos oscuros que los resaltan aún más. Un bello rostro que cambia de expresión por instantes. La escucho y siento su dolor como si fuera mío. A medida que se adentra en los detalles más delicados de su andadura vital, el volumen de su voz se apaga, se hace apenas perceptible al oído. Es como si no quisiera escucharse a sí misma. Demasiado sufrimiento para una mujer de tan pocos años. Duelen sus palabras llenas de resentimiento, como de persona adulta, castigada por el tiempo, el desamor, la decepción, la desesperanza… Parece acumular en sus miradas la tristeza de un pueblo antiguo, que tiene un pasado glorioso y una vastísima cultura. Persia es para ella el origen y el sueño de algo que quizás nunca conocerá y que identifica con la luz y la libertad que anhela.

Salió del infierno iraní con  menos de veinte años. Irán no le ofrecía más que un futuro controlado por esa casta política que venía gobernando el país a fuerza de restricciones y vigilancia de la vida cotidiana de la gente. Se habían instalado con esa seudo moral pretendidamente musulmana, en la que, especialmente las mujeres, no tenían ninguna capacidad para dirigir sus vidas. Se sentía asfixiada, oprimida, sin posibilidades de expandir su espíritu artístico, su expresividad natural que busca un cauce en el baile flamenco. Pero ese exilio abrió una tremenda brecha en su corazón. El día que dejó su casa perdió todo lo que la vinculaba a su tierra, a ese antiguo país al que amaba, pero donde era imposible ser ella misma. Se quedó sin padres, sin hermanos, sin familia… La repudiaron por haber elegido la libertad; una libertad que le iba a costar mucho sufrimiento. Adiós a la familia, a los amigos, al paisaje natural y humano conocido y del que ya no espera nada. Es como una gran muerte. Más que eso, un terrible abandono, que la ha dejado huérfana y sin lazos afectivos donde agarrarse.  

Llegó una tarde calurosa del mes de agosto. Con su mochila, su larga y oscura melena, un liviano vestido negro, que dejaba unas hermosas piernas al descubierto, algo desde luego muy alejado de las costumbres de las jóvenes de su país de origen, pero normal en una muchacha actual de cualquier ciudad europea. Tendría unos veinticinco o veintiséis años y vivía en París. Adoraba el baile flamenco, sentía dentro de sí una pasión que no podía explicar con palabras, pero movía sus manos como palomas, y se lanzaba a cantar, imitando  a los artistas que iba conociendo en nuestros viajes por internet. Era bella, inteligente y muy testaruda. 

Había decidido pasar una temporada en Jerez, la cuna del flamenco. Sabía que aquí, sólo aquí, era posible una experiencia como la que ella necesitaba. Quería hacer esa inmersión en la vida de la ciudad capaz de dar al mundo tantos artistas.

A través de una página de intercambios de viviendas de vacaciones, me llegó su solicitud de intercambio. No llegamos a un acuerdo, pero no pude dejarla sola, abandonarla a su suerte en el sofocante calor estival. La invité a quedarse en mi casa y no dijo que no, porque detrás de su seguridad aparente, había mucha fragilidad; la fragilidad de una joven que cargaba con una historia de huida y de abandono. Me contó que llevaba ocho años en Francia, que había estudiado ingeniería informática y que se gana la vida trabajando aquí y allá, porque su situación legal no estaba en regla. Pero Nasif tenía sueños y sentía la llamada del baile como una vocación casi religiosa. Su energía y capacidad de lucha eran infinitas y por eso se empeñó en venir a esa ciudad mítica donde pensaba que era posible bailar y vivir el flamenco visceralmente, con la profundidad y seriedad que ella lo entendía. Pasó una semana en mi casa. Al fin y al cabo me sobraba una habitación y, por su edad, podía ser mi hija. ¿Cómo iba a dejarla en una pensión de mala muerte con la situación que tenía? Y se quedó. Algunas veces cocinaba platos típicos de su tierra, porque necesitaba agradecer la hospitalidad que le brindaba. Limpiaba su habitación y compraba en el supermercado. Se esmeraba por no ser una carga, mientras daba vueltas a la posibilidad de quedarse definitivamente en esta ciudad.

Jerez se convirtió en su casa durante un curso entero. Aprendía con rapidez algo de español y asistía a clases de baile en una escuela muy conocida. Pero también sufrió muchas decepciones, soportó muchas miserias,  en infraviviendas compartidas con gente de todas clases. A veces no tenía para comer, pero seguía adelante y sólo aceptaba de vez en cuando un plato de paella, acompañado de una larga charla de sobremesa. Escuchándola, pensaba yo: ¡Ah, Nasif!, cómo me conmueven  tus medias palabras; tus reflexiones de vieja prematura, tus excusas… No soportas sentirte obligada, por eso te cuesta recibir ayuda y prefieres seguir sobreviviendo. Como tantos románticos, anhelas amores turbulentos; de esos que en un abrazo consiguen que pierdas la cabeza y la dignidad. Pero nunca le di consejos. No los hubiera aceptado.  

Cuando comprendió que debía volver, que su futuro no estaba en Jerez, y que necesitaba  resolver su situación legal, volvió a pedirme ayuda. Estaba asustada, casi no quería salir a la calle porque temía ser expulsada, si la cogían sin papeles. Eso significaba volver a su país, al infierno de Teherán. Por esa razón estaba cada vez más ansiosa, aislada y había perdido mucho peso. Yo la miraba y se me encogía el corazón.

Un oscuro día de noviembre vino a verme. Necesitaba ayuda para recoger sus cosas y un lugar para dejar todo lo que no podía llevarse. Un buen amigo la ayudó en el traslado, desde aquel infecto piso que él no quiso ni describirme, y la acompañó con su vehículo a la estación de ferrocarril.

He pensado en ella infinidad de veces. La imaginaba malviviendo en esa gran ciudad francesa, aceptando cualquier trabajo para poder pagarse una habitación y soñando con poder demostrar al mundo que una mujer iraní puede expresarse a través del flamenco, y emocionar como cualquier bailaora nacida en el sur de España. 

Su silencio ha durado dos años, pero en enero me llegó una felicitación de Año Nuevo. Está escrita en un español que sólo puede ser una mala traducción de Google, y me llegó al corazón.  

“Mis mejores deseos para 2016 y para tu familia

Te quiero todavía y usted es la buena conocida de mi vida

Con mis saludos y respecto”.

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