Antes de empezar, quisiera dedicarle la columna de hoy a mi buena amiga Patricia L. Dado que ha sido la que ha aportado las ideas y las anécdotas más relevantes para que yo pudiese elaborar este pequeño pastiche, debo indicar que el mérito es suyo. La pizca de ficción, eso sí, la he puesto yo. Pasen y lean.

Es un domingo de noviembre por la noche, estamos tomando algo en la terraza de un bar, y mi amiga madrileña se pregunta en voz alta quién usaría por primera vez la expresión “no quiero nada serio” y en qué estaría pensando. Ella es una chica guapísima, muy inteligente, con sentido del humor y una voz dulce. Parece delicada y naïve, como una muñeca de porcelana, pero es géminis como yo, así que a mí no me engaña. Tenemos un lado descarado y delicioso que nos encanta compartir con poca gente.

Me cuenta sus últimas idas y venidas con el amor. Nada que no me suene, nada nuevo bajo el sol. La misma historia, una y otra vez, bajo la lencería de mi generación. Ella me dice que ha leído pocos de mis artículos. No conoce Generación Paola, pero da igual, la ha vivido en su propia piel. Ni siquiera me esfuerzo en hacerme la sorprendida. Lo que me impresiona es su desapego con su octavo pasajero, su desamor radical, su cara de asco y su “ya no me gusta, dejó de gustarme de forma natural”. En ese momento me pide que escriba sobre su teoría de los cartuchos. ¿Por qué? Pues porque su octavo pasajero lleva la friolera de media vida con su pareja, y Patricia es la encarnación de la crisis de los cuarenta. Bendita crisis, pensará él. Y porque, según esta teoría, todos tenemos un número de cartuchos. Si no los quemaste a los dieciocho, ni a los veinticinco, ni a los treinta y dos…, pues estás por quemarlos, querido.

Ella habla de que tuvo una época un poco loca, dando a entender que sus cartuchos están ahí, ahí. Y llegas a un punto en el que, como dice la canción, I never shoot to miss. Se acabó el disparar así como así. Entonces vas a por algo que te gusta de verdad, y, cuando te quieres dar cuenta, otra bala viene directa hacia ti. Una de esas cosas que pasan: le gustas a la persona que te gusta a ti. Quiere tener una relación contigo. Muestra interés. Hasta que un buen día, azarosamente, te suelta un “esto no debe llegar a lo personal. No quiero nada serio”.

Aquí, mi querida Patricia lanza la gran duda del “no quiero nada serio”. Ella se parte de la risa por el absurdo que supone, y porque ya lo tiene más que superado… “¿Nada serio?”, pregunta con una sonrisa incrédula y gesticulando con las manos, “¿Hay algo más serio que la intimidad del sexo?, ¿hay algo más serio que compartir con una persona atracción física?, ¿hay algo más serio que desnudarte para otra persona?”, pregunta al aire. “¿Nada serio, como qué?, ¿como ir al cine juntos? ¿Nada serio como hacer la compra en el Mercadona?, ¿cómo de serio es eso?, ¿cuánto más serio es ir juntos al Mercadona que compartir un orgasmo?”. Lo admito, suelto unas cuantas carcajadas porque su forma de expresarlo es desternillante. Pero tiene toda la razón del mundo. Me dice que ella tiene un problema, y es que para ella el sexo siempre es algo serio, que si se acuesta con un hombre es porque que le gusta de verdad, y que muy a menudo eso significa que si va bien acaba por enamorarse —si va mal, a por otro, que la satisfacción sexual es primordial—. Que no es capaz de crear una conexión de la nada, como con los rollos de discoteca, y disfrutar de un polvo sin nombre. “Llámame rara”, dice, “pero con él no me veía, teníamos sexo a distancia y no eché de menos estar con nadie más en todo aquel tiempo”.

Es raro. Todas las amigas que me cuentan lo mismo, por idealizado que tengan a su amante o a su amor platónico, tienen relaciones sexuales con otros. Los cartuchos están para quemarlos. Pero para todo hay excepciones.

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