La última edición del informe sobre desigualdad mundial vuelve a mostrar que las brechas entre ricos y pobres en el planeta no solo son gigantescas, sino que aumentan sin cesar. Los datos son una vez más escalofriantes y la desigualdad se manifiesta no solo en términos de ingresos y riqueza personal:
- Unos 56.000 multimillonarios, entrarían en un campo de fútbol, controlan actualmente tres veces más riqueza que la mitad de la humanidad en su conjunto.
- El 10% más rico de la población mundial gana más que el 90% restante, mientras que la mitad más pobre de la población mundial capta menos del 10% del ingreso global total.
- Las mujeres ganan solo el 32 % de lo que ganan los hombres por hora de trabajo, considerando tanto las actividades remuneradas como las no remuneradas; y el 61 % si solo se toma en cuenta el trabajo remunerado.
- La diferencia de gasto en educación llega a ser de 40 a 1 entre diferentes lugares del mundo.
- El 10% más rico es responsable del 77% de las emisiones asociadas con la propiedad de capital privado, y el 1% más rico por sí solo el 41%, casi el doble que el 90% más pobre en conjunto.
Según la revista Forbes, en 2025 hay 3.028 empresarios, inversores y herederos milmillonarios en todo el mundo con un patrimonio total de 16,1 billones de dólares, dos más que en 2024. Por cierto, habiendo aumentado en este año mucho más que nunca la cantidad recibida por herencia por cónyuges e hijos, según el informe Billionaire Ambitions Report, publicado hace unos días por la firma de gestión financiera y patrimonial UBS.
La concentración tan inmensa de riqueza que se da en nuestro tiempo no es un hecho natural, ni fruto de la casualidad. Es el resultado de aplicar políticas que desde hace años vienen desmantelando derechos e instituciones de representación, control y contrapoder. Pero ninguna de ellas hubiera sido exitosa sin añadir un enorme poder mediático y cultural al financiero, económico y político del que dispone ese grupo de milmillonarios que dominan el mundo. No es casualidad que también en nuestros días se esté dando la mayor apropiación de medios de comunicación de la historia por parte de las personas más ricas.
Y ese poder mediático y cultural se orienta principal y prioritariamente a un objetivo: hacer creer a la gente que el mundo en el que vivimos es el no va más, el fin de la historia, el modo de vida y el sistema económico natural que no se puede cambiar.
Es lógico que quienes obtienen sus privilegios del capitalismo quieran convencernos de que no hay otra posible forma de organizar la economía y la sociedad. No se les puede criticar por ello. Es lo que necesitan y hay que reconocer que lo hacen magníficamente bien.
La desgracia es que los partidos que operan en la vida política con el supuesto fin de enfrentarse a todo eso no hacen mucho por ofrecer un horizonte alternativo, un modelo social y económico diferente al capitalismo. Operan en el corto plazo, se concentran en mover piezas y hacen ajustes en el sistema, sin duda necesarios, pero a la vista está que insuficientes para lograr que se frene la concentración de riqueza que deteriora las economías, desestabiliza y rompe a las sociedades, y destruye el medio ambiente. Ni siquiera en su denominación se percibe que luchen por una fórmula específica de sociedad distinta a la actual. Podemos o Sumar se podrían llamar Partido Popular o Vox. Ninguno de esos términos tiene sustancia identificativa. Solo la mantiene el Partido Socialista (el comunista se esconde tras otras siglas) pero ¿cuándo hemos oído a alguno de sus dirigentes decir que luchan por traer el socialismo como alternativa del capitalismo?
La renuncia a definir y proponer un modo diferente de sistema económico y social por parte de las organizaciones políticas que se consideran transformadoras es una verdadera tragedia. Lo quieran o no, así ayudan decisivamente a que esos grandes multimillonarios puedan convencer a la gente de que ya nada se puede cambiar.
Es una tragedia, además, fruto de un tipo singular de ceguera, la que se produce por no mirar más allá de lo que se tiene a un palmo de nuestras narices, como el borracho que solo busca las llaves perdidas junto al farol que lo alumbra. Cuando se mira algo más lejos, ni siquiera mucho, podemos comprobar que a nuestro alrededor hay multitud de experiencias que nos demuestran que los seres humanos podemos satisfacer las necesidades de forma menos costosa y mucho más eficiente, libre y pacífica cuando nos guiamos por principios distintos a los que rigen en el capitalismo.
En el mundo hay más de tres millones de cooperativas que emplean a más del 10% del empleo mundial y que -a pesar de tener que hacerlo en un medio ambiente desfavorable- funcionan igual o mejor que las empresas de propiedad privada. La sanidad pública funciona mejor, es más barata y no produce las muertes evitables de la privada. Según la OCDE, en 2023 había 126 empresas públicas (no guiadas, por tanto, por el afán de lucro capitalista) entre las 500 empresas más grandes del mundo, 92 más que en 2000. En 2024 había 1.115 bancos públicos en todo el mundo manejando 91 billones de dólares de activos, prácticamente el mismo volumen del PIB mundial. Hace unos años, Naciones Unidas calculó que el trabajo no remunerado equivalía al empleo de 2.000 millones de personas a tiempo completo, la cuarta parte la población mundial. Y se calcula que casi 1.000 millones de personas mayores de 15 años realizan mensualmente algún tipo de trabajo voluntario en todo el mundo.
En mi último libro menciono, además, otras muchas experiencias de vida económica y social organizada bajo principios de ahorro, circularidad, solidaridad, cooperación, afecto, cuidado a las personas y a la naturaleza, defensa de lo común, democracia y codecisión... Todas ellas tienen, además, un rasgo en común: aprovechan mejor los recursos y satisfacen las necesidades, proporcionando más bienestar, relaciones sociales menos conflictivas y paz.
Para transformar de verdad el mundo hay que descubrir todo ese abanico de experiencias, aprender de ellas, reproducirlas y hacer que la gente de nuestro alrededor se movilice y empodere anticipando el futuro, construyéndolas y comprobando así que vivir en un mundo distinto al de ahora le conviene más y le satisface mejor. El trabajo político en las instituciones es importante, fundamental si se quiere, pero no puede ser el único que se realice, como le está pasando desde hace décadas a los partidos de izquierdas. Es preciso construir desde abajo.
Traer el futuro a la sociedad real poniendo en marcha nuevos tipos de empresas, con formas de propiedad y gestión alternativas; canales de distribución de los bienes y servicios que no obliguen a gastar improductivamente más de lo que valen; organizar el consumo racional y sosteniblemente; gestionar lo común y no destruirlo... Nada de eso es inalcanzable ni utópico. Lo tenemos a nuestro alrededor en multitud de experiencias y lugares del mundo. Y la mejor prueba de su brío, de su utilidad, de su fuerza o de su entidad es que hayan brotado y no dejen de crecer en todo el planeta a pesar del contexto tan adverso en el que nos encontramos.
