Hace apenas unos días volví a experimentar esa sensación ambigua que queda después de una conferencia: la mezcla entre la satisfacción del trabajo bien hecho y la extraña incomodidad de quien se pregunta si el mensaje ha llegado a donde debía. La ponencia se titulaba Damas de bando: poder e influencia femenina en el Jerez del siglo XV, y durante cuarenta y cinco minutos procuré reconstruir, con el rigor que merece la historia y con la emoción que exige la memoria, el papel de aquellas mujeres que no fueron sombras ni apéndices, sino protagonistas de un tiempo convulso. Hablé de alianzas y rivalidades, de estrategias familiares y de violencia política, de los linajes que marcaron el pulso de la ciudad cuando aún resonaban los alcances de la frontera. Pero al término de la charla, una mujer se me acercó con una sonrisa amable y me dijo: “Me ha parecido muy interesante, pero me he quedado con ganas de saber sobre las mujeres de las grandes familias jerezanas”.
Durante unos segundos no supe qué responder. Había dedicado tres cuartos de hora precisamente a eso. A ellas. A las mujeres de las grandes familias jerezanas del siglo XV. Así que mi silencio fue más bien una forma de incredulidad contenida. Solo pude pensar que aquella señora, seguramente, no era de Jerez o no estaba familiarizada con los circuitos culturales de la ciudad: las rutas patrimoniales, las jornadas del Archivo del Mes, los ciclos de los Ateneos. Quizá, me dije, cuando oyó “grandes familias jerezanas”, su mente se fue a los apellidos contemporáneos, a los que hoy encarnan el poder económico y social: los Domecq, los González Gordon. Sin duda, a día de hoy, son ellos quienes representan esa imagen de linaje y continuidad, pero antes de su ascenso —antes incluso de la consolidación del comercio del vino— existieron otros nombres, otras casas, otras historias que sostuvieron la estructura de la ciudad y cuya memoria se diluye cada vez más entre el polvo de los archivos y el desinterés general.
En la conferencia hablé de los Villavicencio, de los Vargas, de los Zurita, de los Dávila. Hablé de cómo Luisa de Villavicencio se vio forzada a casarse con Francisco de Villacreces por mediación del arzobispo de Sevilla, que consideró aquel enlace la única salida para poner fin a las luchas de bandos que desangraban la ciudad desde mediados del siglo XIV.
Hablé también de Catalina de Mendoza y de su participación activa en el asesinato de Francisco de Zurita, y de Teresa de Villavicencio, esposa del regidor asesinado, que redactó una memoria minuciosa del crimen para presentarla ante las autoridades. Hablé de mujeres que negociaban, conspiraban, mediaban y resistían, en un mundo diseñado para silenciarlas. De damas que heredaban y defendían propiedades, que administraban rentas, que sostenían alianzas políticas y que, en definitiva, tuvieron un peso decisivo en la configuración del Jerez bajomedieval. Y, sin embargo, al parecer, todo ese entramado pasó inadvertido para alguien que, probablemente, buscaba apellidos más sonoros, más recientes, más próximos a lo que hoy se entiende por “grandes familias”.
La anécdota me dejó una sensación de desolación. No por la señora en cuestión —que, estoy segura, lo dijo sin malicia—, sino porque su comentario revela algo más profundo: una desconexión alarmante entre los jerezanos y la historia de su propia ciudad. Me pregunto hasta qué punto conocemos nuestro pasado más allá de los tópicos, de los espacios convertidos en bodegas o de las figuras que el turismo ha elevado a iconos. ¿Saben los jerezanos quiénes fueron los Villavicencio?
¿Saben que su palacio se levanta sobre el solar del antiguo palacio de invierno del alcázar?
¿Reconocen el escudo de los Dávila en las fachadas del centro histórico? ¿Podrían situar, siquiera, las casas de los Zurita o los Vargas?
Me temo que no. Y no por falta de fuentes, sino por falta de relato. Hemos permitido que la Edad Media jerezana —esa época fundacional, tensa, apasionante— se convierta en una nota al pie, cuando en realidad fue el origen de todo. No hay apenas calles que recuerden a aquellos linajes. No hay placas, ni esculturas, ni siquiera un mínimo reconocimiento en el imaginario colectivo. En Cádiz, cualquiera puede hablarte de los Balbo o de Columela. En Sevilla, de los Guzmán o los Ponce de León. Aquí, en cambio, seguimos mirando hacia el siglo XIX o hacia el boom bodeguero, como si la historia comenzara con el olor a mosto.
Tal vez el problema esté en cómo enseñamos el pasado. En los colegios, la historia local brilla por su ausencia, y en los institutos, la Edad Media suele despacharse con rapidez, como si fuera un paréntesis incómodo entre Roma y los Reyes Católicos. Quizá seguimos arrastrando ese prejuicio que considera la Edad Media una etapa oscura, irrelevante, cuando en realidad fue el laboratorio donde se gestaron las estructuras políticas, sociales y urbanas que aún nos definen. Si olvidamos a quienes repoblaron este territorio, si borramos los nombres de quienes levantaron casas, trazaron calles y establecieron vínculos familiares en medio de una frontera hostil, estamos renunciando a comprender quiénes somos.
Y en el caso de las mujeres, el olvido es doble. No solo se las apartó en vida de los espacios de decisión, sino que también se las ha borrado después de las páginas de la memoria. Cuando llegan los homenajes de marzo y se multiplican los actos “por las nuestras”, solemos pensar en escritoras, maestras, artistas, pioneras de los siglos XIX o XX. Pocas veces se mira más atrás. Pocas veces se recuerda a las que, sin voz pública ni estatua, moldearon la historia de la ciudad con la fuerza de su resistencia silenciosa. Esas damas de bando que negociaban entre lanzas y acuerdos, que pagaban con su cuerpo las alianzas políticas, que enviudaban en guerras internas y que aun así mantenían en pie la dignidad de sus casas.
No me interesa tanto idealizarlas como reconocerlas. Eran mujeres de su tiempo, con sus privilegios y sus límites, pero también con una capacidad de agencia que la historiografía ha tardado demasiado
en admitir. Si no las incluimos en el relato, la historia de Jerez queda mutilada. Si no reconocemos su papel, seguimos perpetuando una visión parcial, reducida, cómoda. Porque fueron ellas —junto a los hombres que compartieron ese territorio incierto— quienes pusieron los cimientos de la sociedad que heredamos.
Pienso a menudo en esa frontera del siglo XIII, en esos primeros repobladores que llegaron desde tierras castellanas, leonesas o extremeñas, dejando atrás sus hogares para empezar de nuevo en una ciudad recién conquistada. El miedo, la esperanza, la precariedad. ¿Qué los movía? ¿Qué las movía? No eran héroes, ni santos, ni nobles de novela. Eran hombres y mujeres que sobrevivían en un espacio inestable, que alzaban iglesias donde antes hubo mezquitas, que plantaban viñas, que fundaban linajes. De esas familias desciende, de una forma u otra, buena parte del Jerez que hoy conocemos.
Por eso me resulta doloroso que alguien piense que los Villavicencio o los Dávila “no son de aquí”. Que no los considere jerezanos. ¿Qué significa ser de aquí, entonces? ¿Cuántas generaciones hacen falta para pertenecer? La historia, si algo enseña, es que toda identidad es mestiza, construida, negociada. Y, sin embargo, los que llegaron en el siglo XIII, con sus miedos y sus hijos, sus pleitos y sus alianzas, son tan jerezanos como los que hoy llevan siglos enterrando a los suyos en los mismos muros.
Quizá debamos volver la vista a ellos —a ellas— con un poco más de gratitud. No para mitificarlos, sino para recordarlos. Porque olvidar a quienes edificaron los cimientos de una ciudad es también una forma de desarraigo. Y si no somos capaces de reconocer a las mujeres y hombres que dieron forma a este Jerez de frontera, ¿cómo vamos a reconocernos a nosotros mismos?
Ellas fueron las madres de la sociedad que somos hoy. Nos guste o no. Y negarles su jerezanía es, como poco, una falta de respeto hacia todo lo que soportaron para consolidar el lugar que hoy llamamos nuestro.
