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Una de las cuestiones más frecuentes en entrevistas a creadores, autores, poetas y artistas en general, siempre pretende desvelar los motivos que los llevan a dedicar su vida, su tiempo, crear. 

Deben ser poderosas las razones que acercan al ser humano al Arte. Seguro. 

De hecho este tema es el centro de investigaciones de diversa índole, en su mayoría de corte antropológico. 

Eduard Punset, en su ensayo El viaje a la felicidad nos remite a Steven Pinker, profesor de psicología de la Universidad de Harvard, para intentar responder a alguno de los porqués planteados de nuestra necesidad de arte, refiriéndose a la música por ejemplo, pero aplicable a cualquier otra disciplina, también a la pintura, o a lo que me toca un poquito más de cerca, la poesía: “el efecto directo de la música es, simplemente, la generación del placer sin sentido.”

Es la búsqueda de la felicidad, como el bien más apreciado desde que hace  más o menos un siglo se prolongara la esperanza de vida en las sociedades complejas, la razón más poderosa que nos lleva al Arte, como medio para exorcizar los miedos, expresar la incertidumbre, y encontrar, quizás, la belleza. Hoy ya no sobrevivimos en un tiempo muy limitado donde no es posible plantearse la necesidad de ser felices, entre otras tonterías superfluas. Tal vez por eso, precisamente, no lo somos. En palabras de Albert Schwaitzer, Nobel de la Paz en 1954, “la felicidad no es más que es una mala memoria y una buena salud”. Por tanto, hoy en día, ¿qué busca el artista? ¿Qué quiere el poeta?  ¿Qué razones impulsan a un rapsoda a serlo, y a no dedicarse a cualquier otra cosa, quizás más lucrativa? Buscamos la felicidad en el arte, por puro hedonismo, deleite de los sentidos, placer sensual. También alimentamos el ego, o lo sobrealimentamos, en la búsqueda feroz del éxito, el reconocimiento, la gloria. Algunos  no sirven para otra cosa (tampoco para el arte). Otros son artistas por aburrimiento.

Inquieta, en el caso de los escritores, y más concretamente de los poetas, qué es lo que tienen de “distinto” para sentir la necesidad de exhibir su humana vulnerabilidad ante la vida a través del lenguaje, a través de la palabra. Cuál es el origen de ese don divino que les da derecho a graffitear sin piedad los muros de las redes sociales con sus exabruptos, con puesta de sol de fondo. Y son muchos los exabruptos, y demasiadas las puestas de sol de fondo.

Sería interesante realizar una tesis acerca de la enorme profusión de poetas hoy día (y de fotógrafos). Dícese de aquellos que escriben, o quieren escribir, poesía, (dícese de aquellos que hacen fotografías, o quieren, hacerlas). También sería muy productivo delimitar qué es poesía y qué no lo es. Pero debido a la complejidad del planteamiento daría para una tesis doctoral, como mínimo. Además, los artistas, no son (somos) tan pacíficos. Las broncas estarían servidas porque las críticas siempre espantan a las musas. Y hablando de musas: ahora todas tienen Facebook, y página web, con carrito de la compra para adquirir inspiración vía paypal.

Hace unos años escribí un artículo acerca de nuestro comportamiento ante las nuevas tecnologías, de la reacción ante el cambio social que una revolucionaria forma de comunicación y fuente de información como Internet. Ha llovido desde entonces. Ni en sueños me habría imaginado una revolución como la que estamos viviendo ahora. Evidentemente, las redes sociales son un campo de cultivo para que cualquiera pueda expresarse con total libertad. Eso, en origen, es bueno. Pero el efecto globalizador de Internet, en su vertiente más oscura, es devastador, más allá de la pura promoción de todos.

El hombre primitivo buscaba amparo, refugio y respuestas para su incertidumbre vital en la religión, pero también en el arte y la música. Ahí estaba la verdadera simiente de la creación. El “para qué”. Había un motivo espiritual, moral. No quiero pensar, pero lo pienso mucho, que estamos experimentando una vertiginosa involución hacia la incertidumbre más total, como rebote de una sobreinformación velocísima, y volvemos a ser primitivos atiborrados de bytes, en un mundo borroso y pixelado en el que no vemos el horizonte, asfixiados, sin aire. Me quedaré, siendo egoísta, para seguir, y dormir tranquila, que el para qué del arte es mucho más simple: para respirar.

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