Margaret Thatcher, la falsa heroína de Mario Vargas Llosa

Para Mario, Margaret Thatcher era la heroína que había frenado a la izquierda, a la que se había enfrentado convencida de que la superioridad moral estaba de su parte

Vargas Llosa en una imagen de archivo.
Vargas Llosa en una imagen de archivo.

En los años ochenta, Mario Vargas Llosa estaba ya muy lejos del izquierdismo de su juventud. Su propuesta política defendía recetas por entonces en boga tanto en Europa como Estados Unidos, de la mano de Margaret Thatcher o Ronald Reagan. En México, el presidente Salinas de Gortari había vendido numerosas empresas públicas, como las minas de cobre. Para el futuro Nobel, esta ola privatizadora representaba la opción más moderna del espectro ideológico, en las antípodas de un estatismo al que juzgaba desfasado. En cierto sentido, acertaba. El neoliberalismo no representaba el conservadurismo tradicional sino un impulso revolucionario que ponía el énfasis en el individualismo a ultranza, por encima de cualquier vínculo colectivo identificable con la vieja noción de bien común. Mark Lilla tiene razón cuando afirma que el catecismo de la libertad de mercado, contrario no solo a la noción de gobierno tiránico sino al gobierno en sí, no era conservador en ningún sentido habitual: “Trata como axiomática la primacía de la autodeterminación sobre los lazos tradicionales de dependencia y obligación. Apenas tiene nada que decir sobre las necesidades naturales de las colectividades -desde las familias hasta los países- o sobre nuestra obligación para satisfacerlas”. 

Para Mario, Margaret Thatcher era la heroína que había frenado a la izquierda, a la que se había enfrentado convencida de que la superioridad moral estaba de su parte. En una clara idealización, la elogia porque, aunque las reformas que habían implantado en Gran Bretaña tuvieron un alto precio, habían modernizado por completo el país. La suya era una auténtica revolución, hecha, eso sí, por medios totalmente legales. Por fin había surgido, en Europa, un estadista que se atrevía a enfrentarse a las fuerzas progresistas sin ningún tipo de complejo de inferioridad. 

Aunque el peruano no comulgaba con el conservadurismo moral de la británica, ni con su desatado antieuropeísmo, la admiraba por haber puesto límites al crecimiento desmesurado del sector público, con la consiguiente multiplicación hasta niveles inasumibles de los costes financieros. Su coraje no se había visto desde los tiempos de Winston Churchill. Por eso, aunque se negara a realizar reformas con las que él estaba de acuerdo, como la legalización del matrimonio homosexual, Vargas Llosa estaba más que dispuesto a pasar por alto esta vertiente reaccionaria. Los aspectos positivos, en su opinión, primaban con claridad sobre los negativos.  De ahí que los británicos tuvieran razones para estar orgullosos de una gobernante de tal categoría. 

La visión del novelista resultaba tremendamente parcial. Daba la impresión de que, para él, el drama de los mineros en huelga se reducía a un simple problema de daños colaterales. La Thatcher, su Juana de Arco particular, no había dudado en practicar una guerra sucia contra las organizaciones sindicales, con la utilización partidista de los servicios secretos para difamar a líderes como Arthur Scargill, un hombre de sólidos principios al que se acusó de lucrarse con los fondos de los afiliados. En un alarde de inventiva desatada, se llegó a decir también que Scargill solicitó armas al dictador libio Gadafi. 

Thatcher trató a los mineros huelguistas, como ha señalado el periodista Seumas Milne en un impactante estudio, como si fueran un “enemigo interior”. Según Milne, la derecha entonces en el poder se empeñó en llevar a cabo una “venganza de clase” a cualquier precio, aunque para hacerse con la victoria tuviera que destrozar la industria nacional. No importaba la defensa de lo colectivo sino un individualismo a ultranza en el que el enriquecimiento personal tenía prioridad sobre los valores solidarios. 

Finalmente, el gobierno consiguió doblegar a los sindicatos, reducir los salarios e implantar la inseguridad laboral. Así, los pobres vieron como sus ingresos reales caían hasta un 40 % mientras los ricos se hacían aún más ricos. Por eso no puede resultar extraño que el nombre de Thatcher llegara constituir un insulto y que en medios populares suscitara una profunda animadversión, tal como refleja una escena de la película Kinsman en la que el protagonista le dice a su mentor, Colin Firth, que no todo el mundo le habrá agradecido que salvara de un atentado a la jefa del gobierno. Entre los conservadores, en cambio, se aclamaba a la primera ministra por más que se pudieran criticar por exagerados determinados aspectos de su actuación despiadada. No había duda de que la cirujana de hierro había tomado las decisiones desagradables necesarias para salvar Gran Bretaña. 

Estas eran algunas de las sombras de un modelo neoliberal en el que Vargas Llosa creía con la seguridad del converso, sin la más mínima duda de que este era el camino correcto -el único camino- para mejorar la suerte de sus conciudadanos. Aseguraba, por un lado, que el liberalismo era antidogmático, pero en sus actitudes se refleja otra cosa, una seguridad prácticamente sin fisuras.

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