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He reflexionado, e incluso escrito alguna vez, sobre el hecho de que desde bien pequeños nos enseñan a separarnos de determinadas cosas y a vincularnos a otras. Cosas que primero son fútiles, como los piques porque unos niños están en el colegio en el grupo A o B, y que cobran algo más de importancia cuando se trata de pertenecer a la clase de ciencias o la de letras. Llegaremos después a ser de izquierdas o de derechas, a ser de fútbol o toros, del Madrid o del Barça si nos decantamos por lo primero, de playa o de montaña, de Android o de iOS, de lo público o de lo privado… y así hasta completar una interminable lista de oposiciones que nos lleva a enfrentarnos en infinitos momentos.

Habrá quien ahora piense que en la variedad está el gusto. Cierto. Yo añadiría que además del gusto está la riqueza, lo que pasa es que a veces, o a algunos, se les olvida. Por eso hay personas incapaces de ver más allá de sus pensamientos y aficiones. E incluso hay algunos que prefieren quedarse anclados en lo que les han marcado desde pequeños. La consecuencia de esto no es solo que no se están enterando de la película completa sino que además se están perdiendo todo aquello con lo que no prodigan porque consideran una traición a sí mismos el escuchar a determinados cantantes, leer a ciertos escritores o ver las películas dirigidas o protagonizadas por directores o actores españoles porque, cuando se han manifestado públicamente ante determinados asuntos políticos o sociales —cuestión también muy criticada porque hay quienes creen que los personajes públicos no deben tener opinión y, si la tienen, no deben mostrarla—, han descubierto que no están en su mismo bando de pensamiento o forma de vida. Y eso, al parecer, debe escocernos muchísimo. Obviamente, lo de escuchar a políticos que no pertenecen a los partidos con los que simpatizamos, ni nos lo planteamos.

En cualquier caso, lo peor no es que cada uno tome una dirección en su vida y en ella deje cosas en el camino; al final, todas las elecciones individuales nos llevan a perdernos algo y hasta hay quienes hemos empezado a asimilar que nunca abarcaremos todas las lecturas, películas o lugares que nos gustaría recorrer. El problema es que algunos de los que se han autodeterminado ciegos y sordos de una parte de la cultura o corriente de pensamiento han convertido aquello en lo que ellos creen en una verdad absoluta que no dudan, además, en exponer. Por lo tanto, ciegos y sordos sí, pero mudos no, y claro, así nos va. Luego utilizan las redes sociales y en solo 140 caracteres consiguen que las palabras se les vayan, literalmente, de las manos.

Aunque ocurre en todos los ámbitos de la vida, sonado ha sido lo acontecido esta semana tras la muerte de Bimba Bosé; no era la primera vez que sucedía —hace unos meses pasó algo similar con la muerte del torero Víctor Barrio— pero no por ello nos ha dejado indiferentes. Ante lo que se extiende en redes sociales cuando ocurren estos sucesos me pregunto si es que la estupidez se ha puesto de moda o es que hay quienes han considerado que el odio es el medio más adecuado para defender las causas en las que ellos creen, sin darse cuenta de que esa forma de manifestarse nos está dando pistas de su condición como persona que, evidentemente, deja todo por desear. ¡Cuánta falta de respeto, de empatía...y qué detestables las barbaridades que se escriben cuando ocurren estos acontecimientos!

Con todo esto, y dada la necesidad que tenemos en estos tiempos de mostrar las cartas que nos catalogan o definen, permítanme mostrarle las mías porque yo quiero marcar las diferencias, y de camino alejarme, de todos aquellos que han decidido convertir la defensa en sinónimo de ofensa y, en ese proceso, se están permitiendo el lujo de vulnerar, tras una pantalla, el significado de la libertad de expresión. Con lo que costó alcanzarla… con lo que está costando mantenerla.

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