El verano del ventilador

Carlos Piedras, nuevo jefe de Edición y Opinión de lavozdelsur.es, en un retrato en la redacción del periódico.

Nací en Madrid, en 1965, aunque llevo exactamente media vida viviendo en Jerez. Soy licenciado en CC de la Información (Periodismo) por la Universidad Complutense. He sido jefe de la sección local del Diario de Jerez y también he trabajado en Información Jerez y el Diario Ya (época de Antena 3). He colaborado con El Mundo, Economía y Empresas, Notodo… Soy socio fundador y colaborador habitual de lavozdelsur.es. Últimamente he publicado el libro ‘Sherry & Brandy 2.0’ y he redactado el guion del documental sobre el vino de Jerez ‘Sherryland’. Todo esto ha hecho que me vaya haciendo una idea aproximada de las cosas… 

El verano del ventilador.
El verano del ventilador. MANU GARCÍA

Hay un momento en 'El Gran Gatsby' –hablo estrictamente de la novela de Scott Fitzgerald… imposible, de verdad, hablar de la versión cinematográfica con Leo di Caprio y, siendo honesto, apenas recuerdo nada de la de Robert Redford- en el que la pandilla que está veraneando en la mansión que tiene Gatsby en Long Island decide volver unas horas a Nueva York a causa del calor. Puede sonar un poco incongruente que estando en la playa decidas volver a Nueva York que, hay que decirlo ya, es precisamente uno de los sitios en los que este cronista ha pasado más calor en su longeva vida… No sé, poniendo un ejemplo, tan cercano como simple, sería impensable que nadie que esté de vacaciones en Chipiona decidiera volver a Sevilla para pasar la tarde huyendo del calor, pero así sucede en la novela y al final tiene, lógicamente, todo su sentido: es por el aire acondicionado.

La novela, como saben o deberían, está escrita y ambientada hace cosa de cien años, en los ‘felices’ años 20 del siglo pasado, y el aire acondicionado era por entonces un invento que todavía distaba mucho de haberse extendido, incluso entre los ricos, caso del propio Gatsby y buena parte de los personajes que circulan por las páginas del libro. Ciñéndonos a la novela, al parecer estaban llevándose a cabo las primeras experiencias en los grandes hoteles de Nueva York, y, a su vez, en los restaurantes y bares que suelen tener (nada de habitaciones, al menos no explícitamente). Digo esto porque la pandilla va a uno de estos hoteles clásicos que tanto salen en la literatura y en el cine –no sé ahora mismo si era el Waldorf o el Plaza… era uno de este tipo- a pasar la tarde alegremente bebiendo –ya ven, qué bonito- en un bar del hotel cuyo principal atractivo no era la pericia del barman a la hora de hacer cócteles, la majestuosidad de la lámpara de araña o el diseño art decó, sino el aire acondicionado. Así de simple. Los personajes abandonan una mansión a pie de playa y se hacen unas cuantas decenas de kilómetros en coche para volver al tórrido Manhattan con tal de seguir bebiendo lo que queda de tarde al fresco, con el aire acondicionado a toda leche, que se ve que esta gente no era muy de disfrutar de esas somnolientas tardes familiares de verano dándole al tute o al parchís con garbanzos, ni siquiera de un buen póquer entre amigos…

Viene todo esto a cuenta de la labor de campo realizada recientemente por este propio cronista en diversos locales de Jerez, la costa gaditana e incluso Madrid: solo he estado en un bar que tuviera el aire acondicionado puesto… y los camareros lo quitaron inmediatamente al ver en la lontananza al jefe que se acercaba con su habitual flow, lo que en realidad solo da pie a recordar ese bonito aforismo: cuando no está el gato, los ratones bailan.

Perdonen la digresión. Así es. Diez, doce locales de todo orden, condición, ubicación y pelaje… y solo uno con el aire acondicionado. Y eso un rato. Dejando de lado que, en realidad, en la costa nunca ha habido aire acondicionado en muchos sitios, cabe decir ya lo que todos ustedes están pensando: que la luz está muy cara y que las cervecitas empiezan a estarlo, así que por algún sitio hay que recortar, por no recordar que hay muchos clientes que prácticamente, salvo el ratito que se van a casa a dormir y (cabe suponer) darse una ducha, viven en las terrazas, muchas de ellas con eso que llaman aspersores, con todo el mundo con el pelo rizzi y la cervecita aguachiná, que ya son ganas…

Con este panorama, huelga decir que el que ha regresado triunfalmente ha sido el ventilador. Tras comprobar en algunos casos que no se trata de un mero adorno vintage que se quedó ahí, colgando del techo, traspaso tras traspaso desde los ochenta, los propietarios actuales de los bares han decidido dar una nueva oportunidad al ventilador, que consume mucha menos luz y que, además, como algunos ya han comenzado a explicar a la parroquia, es más sano, que no se cogen esos dolores de garganta tan propios de abusar del aire acondicionado y que, teniendo en cuenta también los tiempos de pandemia en que vivimos, al parecer revuelven más al aire (signifique eso lo que signifique).

Pues ya ven: todo son ventajas. Demos de nuevo la bienvenida a nuestra civilización ultratecnológica al ventilador. No sé qué pensarían precisamente las chicas flappers –esas jóvenes empoderadas, por usar la terminología al uso, que llenaban las páginas de las novelas de Scott Fitzgerald… eso sí, en lo que se casaban con un chico de Yale y con la faltriquera de papá (del papá de ambos) bien cubierta- de la vuelta del ventilador, que tanto daño puede hacer a un corte de pelo a lo garçon como el que solían llevar…

A modo de coda: este artículo no va con los restaurantes y bares de copas que, por ahora, en general, solo han suavizado lo que en otros ahora es simple vacío…

 

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