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Recuerdo mejor los relatos que revelaban la altanería que le granjeó el mote y no pocos problemas con funcionarios y con otros reclusos. 

Decir que conocí a Mac Coy en los años ochenta puede resultar pretencioso. ¿Cómo conocerle realmente desde mi limitada perspicacia? Vagabundo, truhán, marinero, carcelario y maestro zen, aún supongo que su pertinaz desdén tenía algo de impostura. Mac Coy habitaba uno de los espacios más bellos del mundo, la Alameda de Cádiz, frondosos jardines sobre la cubierta asomada al espacio marino donde las aguas mansas de la bahía se entregan al salvaje océano, como la hetaira portuaria lo hace por dinero a un grupo de marineros borrachos, como tal vez hizo alguna vez la chica que llevaba tatuada en su espalda, un tatuaje enorme y tosco que le hicieron en prisión. Pero Mac Coy no daba excesiva importancia a ninguna de esas cosas; la Alameda era su ámbito porque muy cerca quedaba el Hogar de Jesús Abandonado en el cual le dejaban pernoctar algunas noches; de la chica cuya imagen llenaba toda su espalda no recordaba demasiado. 

Tampoco parecía interesarle ser escuchado, hablaba con desgana y a veces detenía su relato, incluso parecía no querer concluir. Pero supe que era añagaza de viejo maestro. Él me esperaba sin prisas, nunca la tenía porque había superado la noción del tiempo; yo disponía muy cerca de mi despacho, salía de paseo al filo del crepúsculo pues me venía bien un rato de soledad poco antes del obligado tiempo de trabajo ya tarde, para dejar que mi mente produjera algo, ya libre del bullicio de las tardes pobladas de reuniones, consultas y papeleos. No podría decir que Mac Coy quebrase mi soledad cuando interrumpía mis paseos cerca de los gigantescos ficus y las alegres buganvilias. Recuerdo un relato sufí: el aprendiz que quiere ser sabio y acude a un gran maestro que mantenía una forja, después de años de manejar el fuelle le pidió al santón que finalmente revelara sus secretos y éste contestó: "¿para qué? tú ya eres sabio".

Mac Coy me contó muy a trompicones la historia que le llevó al maco durante muchos años, pero la he olvidado de puro banal. Recuerdo mejor los relatos que revelaban la altanería que le granjeó el mote y no pocos problemas con funcionarios y con otros reclusos. Entonces comprendí que la cárcel es una metáfora de nuestra propia sociedad, presuntamente libre pero tejida de envidias, competencias, miedos, amenazas, riesgos; y también de complicidades, ternura, solidaridad, ambiciones y sueños.
Mac Coy convivía con otros indigentes como los que aún podemos ver por ese lugar, en especial El Portu, que también debía ser todo un personaje, aunque nunca le hablé, a ellos no les interesamos, bastante que Mac Coy se ocupara de entretenerme, y hasta de enseñarme. Un día desapareció y nunca más se le ha visto, espero que finalmente se enrolara en alguna goleta pirata fondeada al pie de las murallas sobre las cuales se alza la Alameda. Ya había pasado demasiado tiempo fuera de la mar que era su patria.

Recordar ahora a Mac Coy me conduce a denunciar que el Ayuntamiento de izquierdas aún no ha resuelto los problemas de las personas que aún pueblan la Alameda y otros espacios de la ciudad de Cádiz. Se trabaja en la construcción de albergues con lentitud, pero lo peor es la ausencia de medidas de asistencia personalizada, porque se trata de un colectivo muy frágil y plural, algunos como Mac Coy necesitan ser escuchados; otros protegidos, no hace mucho una amiga me contó haber presenciado a una pandilla de gamberros apaleando a un indigente, ella llamó a la policía que tardó demasiado en acudir, cuando esa pobre persona se encontraba muy malherida y los malhechores ya habían emprendido la fuga dejando un rastro de daños que a todos y a todas nos debiera doler mucho.

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