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"Puesto que ya andas, ven aquí conmigo y aprenderás a ser hombre de cárcel, donde tantos hombres desaprenden”.

La celda es fría. Tal vez haya más de un preso en su compañía. O unos cuántos. Puede ser algún día indeterminado de febrero o marzo de 1942. El poeta Miguel Hernández ha ido dando tumbos de una prisión a otra, desde que fuera detenido en la Guerra Civil Española. Está demasiado enfermo como para moverse. Su mujer Josefina lo recordará posteriormente en sus memorias: 

Transcurrió un mes así hasta que por fin lo pude ver. Lo sacaban entre dos personas que no sé si serían presos, cogido del brazo y lo dejaron agarrado a la reja. Llevaba un libro en la mano, eran dos cuentos para su hijo que él había traducido del inglés. Al terminarse la comunicación quiso darle él por su mano el libro al niño y no lo dejaron, como era su deseo. Así me lo decía en una esquela. Un guardia se lo tomó, y me lo dio a mí. Cuando el niño supo leer lo hice dueño del libro, pero más bien su lectura le hacía llorar al acordarse de su padre. Ahí están los borrones de sus páginas”.

Así fueron los últimos meses de Miguel Hernández, que ha pasado a la posteridad por muchas razones: la sencillez de su poesía; los versos cercanos al amor por la infancia, el transcurso del tiempo, el afecto por su primer hijo fallecido y el trágico destino de muchas almas durante el transcurso de la Guerra Civil Española. Meses en los que su salud fue menguando poco a poco. La bronquitis, y el tifus que según las crónicas fue degenerando en una tuberculosis, hasta que el 28 de marzo de 1942 el poeta falleció en la oscura enfermería de la prisión de Alicante.

En aquel contexto debió sacar fuerzas de flaqueza allí donde no cabía un ápice de esperanza, para escribir cuatro cuentos a su segundo hijo. El primero había fallecido y el nacimiento de Manuel Miguel Hernández Manresa 'Manolillo' el 4 de enero de 1939, seguramente le otorgó una de las pocas alegrías, junto con la relación epistolar que mantenía con su mujer, Josefina Manresa.

Es así como de aquellos siniestros barrotes surgieron cuatro cuentos que Miguel Hernández escribiera para Manolillo. Los dos primeros, El potro oscuro y El conejito fueron elaborados con la ayuda de un compañero de prisión, Eusebio Oca Pérez, “redactados a lápiz en unas pequeñas hojas de papel higiénico de 12 por 19 centímetros”, y su amigo “los pasó a limpio y los enriqueció creando una grafía especial para ellos, además de unos bellos y sencillos dibujos pintados con acuarela”, tal y como Víctor Fernández señala en el Prólogo al libro que Nórdicalibros publicó hace unos meses con los cuatro cuentos del poeta dedicados a su hijo Manolillo.

Los otros dos, Un hogar en el árbol y La Gatita Mancha y el ovillo rojo verían la luz con motivo del centenario de Miguel Hernández y se sumarían definitivamente a los Cuentos para mi hijo Manolillo de la editorial en referencia. Cuatro cuentos cuyo leitmotiv gira en torno a la esperanza y a la búsqueda de la felicidad, así como ilustrados por Sara Morante, Adolfo Serra, Alfonso Zapico y Damián Flores, entre cuyas páginas dibujos y colores desfilan de forma simultánea las palabras. 

De entre todos ellos no podríamos adherirnos a uno y dejar el resto. Quizás El potro oscuro, en el que un caballo volador embarca a un niño, una niña, un perro blanco, una gatita negra y una ardilla gris, en un viaje imaginario hasta la Gran Ciudad del Sueño, a donde llegan sumidos en un profundo sueño. Tal vez el sueño de vivir que al poeta le fue negado, o como Miguel Hernández escribió a su Manolillo en una de tantas cartas:

Manolillo de mi alma; sabrás que hoy has cumplido tu primer año, y que tu padre te felicita como puede, desde tan lejos. Puesto que ya andas, ven aquí conmigo y aprenderás a ser hombre de cárcel, donde tantos hombres desaprenden”.

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