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¿En qué hemos convertido la mañana del 6 de enero en muchos hogares?

En estos días es muy frecuente ver en las noticias imágenes de tiendas abarrotadas de gente, compras de última hora, jugueterías que no dan abasto envolviendo regalos y padres desesperados buscando el juguete estrella, agotado en todos los establecimientos. Ya se han convertido en estampas navideñas contemporáneas. Conforme uno se hace adulto, más va sintiendo que la Navidad pasa fugaz como un cometa de oriente, atiborrada de compromisos y compras a contrarreloj. Se aleja aquella Navidad de ilusión y calor en torno a una mesa llena de titos y primos, tocando villancicos con una botella de anís y un tenedor, esperando la noche mágica del seis de enero. Todo pasa ya muy deprisa, sin detenerse, sin saborearse. La Navidad de hojas de abeto, olor a serrín del Belén y restos de mantecado en el mantel de tela de la abuela ha quedado eclipsada por la Navidad de plástico, de usar y tirar, de compras compulsivas. A menudo cuando tenemos hijos, de pronto, parece que recuperamos la ilusión. Con ellos empieza todo de nuevo, hay posibilidad de redención para nuestras almas de niño. Pero hay que tener cuidado porque, incluso con ellos en casa, es fácil volver a sumergirse en la fatal espiral de la Navidad de mentira, y lo que es peor: arrastrarlos a ellos con nosotros.

Yo no voy a tirar la primera piedra ni mucho menos. También he ido buscando como loca algún juguete a última hora, también me he quejado a viva voz por el precio desorbitado de un juguete de plástico fino para luego comprarlo “hocicando”, como se dice en nuestra tierra. Pero a veces hacen falta unas cuantas Navidades para aprender algunas cosas, casi siempre como no, son mis hijos los que me dan una lección a mí de lo que realmente importa. Y me he dado cuenta de cinco cosas fundamentales que comparto con vosotros en esta víspera de Reyes:

Los juguetes son para jugar. Parece una obviedad ¿no? Pues si nos paramos a analizar los juguetes sólo un ratito, pronto veremos que muchos de ellos no son más que una carcasa para una marca/personaje/serie de moda, una imagen. Pero no se puede jugar mucho con ellos, no están hechos además para resistir los envites de un niño. Y sí, claro que todos queremos regalar a nuestros hijos aquello que les entusiasma, a mis hijos les encantan los personajes de Marvel, Frozen y Star Wars, y me parece muy bien, respeto profundamente sus gustos, pero no podemos olvidar que ellos también son víctimas del marketing. Sobre todo en estas fechas son el objetivo de una publicidad agresiva y repetitiva. Es normal que cuando vayan a una tienda reconozcan las caras que han visto, los logotipos, los personajes que aparecen continuamente en la televisión. Pero ahí estamos los padres para hacer de filtro razonable, de ser críticos con los precios, con la calidad del juguete, por muy de Star Wars que sea. Y sobre todo preguntarnos… ¿se puede jugar realmente con él? ¿O es un reclamo para los impulsos más primarios de nuestros pequeños? Yo ya lo he comprobado muchas veces, una cosa es lo que “piden” y otra muy diferente después con lo que “juegan”. Ahí está la adorada máscara de Chewbacca colgada tras sus primeros diez minutos de gloria mientras ambos se pelean por jugar hasta la saciedad con una pizza de madera del Imaginarium cuatro veces más barata…

Ver, tocar, oler, sentir… Vivimos en la época de lo visual, lo que nos entra por el ojo nos gana el bolsillo. Pero a nuestros hijos les funcionan los otros sentidos a pleno rendimiento. ¿De cuánto plástico están rodeados nuestros hijos? El plástico es un material frío, no es natural, no transmite, no pesa, no huele a nada. Y eso los niños lo notan. ¿Otra cosa que me han enseñado mis hijos? No sólo a dejarme enamorar con la vista, sino a tocar, a sentir las texturas por primera vez, a no tener miedo a mancharme de barro, pintura o purpurina. Un lazo de raso de colores, unos bloques de madera rugosa, puzles de cartón, tela, trapillo, el olor a libro viejo y nuevo, el fieltro de unas marionetas, la plastilina, la arcilla y la acuarela. Los juguetes pueden ser exquisitos para todos los sentidos, no limitemos la experiencia sólo al plástico. No voy a entrar en el “de dónde vienen los juguetes que compramos” porque eso daría para artículo aparte… A veces nos quejamos porque los juguetes de madera ecológica, hecho en condiciones justas y libre de tintes tóxicos son un poco más caros pero ¿cuánto pagamos por el juguete de plástico estrella de la temporada agotado en todas las tiendas, made in China? Merece reflexión.

Menos es más. Sobre todo en estas fechas, los psicólogos advierten del peligro de los niños “hiper-regalados”. Y es que ellos, que de fábrica vienen perfectos, tienen que aprender de nosotros todo lo malo. Visualicemos la escena: nuestra hija de tres años abre un regalo, despacito, con sus deditos pequeños pero hábiles, se deleita con el papel de colores, con el caramelito que lo acompaña, quiere detenerse a abrir la chuche… “¡No! ¡Luego te lo comes!¡Sigue abriendo el regalo!” Ella no tiene ninguna prisa ni agobio. Termina de abrir el regalo y se embelesa, se entusiasma: “¡Abrir! ¡Abrir!” Quiere ponerse a jugar cuanto antes, hace incluso el amago de levantarse para llevárselo a otro lugar donde jugar más tranquila. “¡No! ¡Espera!” Alguien le planta otro paquete delante de sus ojos, eclipsando el regalo anterior. “¡Ábrelos todos!” No hay tiempo que perder… la escena se repite. Y ya con el regalo número cinco o seis, la expresión ha pasado de ser ilusionada a confusa. Demasiadas cosas, la atención exageradamente dividida, demasiada prisa… Habrá padres que se decepcionen al ver cómo su pequeña de pronto se levanta agobiada y se aleja un poco de la escena, teniendo la descarada ocurrencia de ir a coger su muñeca de toda la vida ¡será posible! Pero creedme, es mucho mejor eso que la escena, un par de años más tarde, en la que la niña abre compulsivamente los regalos a la velocidad del rayo sin dedicar ni medio segundo a cada cosa, para exclamar cuando termina: “¿ya no hay más?”. Y la culpa es nuestra, sólo nuestra.

Respetar la ilusión. Es sagrada. Los adultos deberían ser conscientes y respetuosos con esa magia en todo momento y no hablar de tapadillo delante de ellos de lo que ha costado tal cosa, o de que si hay que descambiar tal otra, ni de que “hay que ver el dineral que me ha costado”. No deberíamos llevarles ni siquiera a las tiendas de juguetes los días previos, podríamos hacerles ese favor y mantenerles alejados de ese consumismo bárbaro, retrasando al máximo ese momento en el que inevitablemente atarán cabos si se lo ponemos en bandeja. La ilusión por los Reyes Magos es un tesoro delicado y hermoso que debemos proteger. Su inocencia es maravillosa y fugaz.

El tiempo no se puede comprar. Y esto es lo que más añoran nuestros hijos de nosotros. Si pudieran cambiar todos sus regalos de Reyes por la certeza de que jugaremos con ellos durante horas lo harían sin pensarlo. Somos sus héroes, sus mejores amigos, los número 1, y parece que nos molesta. Pero esto no durará siempre. Es ahora cuando tenemos ese privilegio. Y sí, de nuevo yo soy la primera que sabe lo escaso que es el tiempo de un padre, lo agotados que estamos al final del día. Pero os propongo el reto de recordar aquellos días más felices de las Navidades de vuestra infancia. Yo recuerdo con especial cariño un fin de año que pasé con mis padres en casa, no fuimos a ningún sitio especial, no sé si porque yo estaba con la típica bronquitis de turno. No me importa, sólo recuerdo que nos pusimos a jugar al escondite, que mi padre se escondió detrás de la puerta de la cocina y yo lo encontré estallando en carcajadas, que tocamos la pandereta, que exclamábamos a grito pelado: "¡Feliz año nuevo!" Es probablemente uno de los recuerdos más antiguos que conservo en mi memoria porque debía tener unos tres o cuatro años. Vamos a detenernos, a dedicar días a no hacer nada, a estar en casa, a jugar, a hablar entre nosotros, a dejar los móviles aparcados en el estante más lejano. A no tener prisa y acordarnos de cómo percibíamos el tiempo cuando éramos niños. No necesitábamos grandes cosas, ni dinero, ni siquiera saber qué día era o dónde cenaríamos, vivíamos el presente intensamente con plena consciencia de ser y estar, conectados con nosotros mismos y con lo esencial.

En definitiva, detengámonos en esta víspera de la noche mágica, observemos a los niños y dejemos que ellos nos enseñen lo que nosotros hemos olvidado. Dejemos unas galletas a Melchor, Gaspar y Baltasar. Quedémonos mañana en pijama todo el día. Porque todos somos niños atrapados en cuerpos de adultos, buscando sin saberlo la magia perdida, sobreviviendo como podemos a la era del plástico.

 

 

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