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Lo más curioso de todo es que el hornado tiene su origen en la península de donde procedo. En alguno de los viajes de Cristobal Colón, debieron incluirse media docena de cerdos ibéricos.

Pocos símbolos de la gastronomía ecuatoriana me suscitan tantas pasiones al mismo tiempo como el hornado. Un plato donde los consabidos trozos de carne de cerdo horneado se combinan con otros aderezos como la lechuga, el aguacate, la tortilla de papa y, si me disculpan, una salsa de ají consistente para apurar el paladar más picante. El resultado parecerá cuando menos sumamente atractivo para un estómago con apetito, con solo nombrar la presencia de semejantes nombres. Tanto así que gusta a nacionales y extranjeros por igual, hasta el punto de ser uno de los pilares de la identidad ecuatoriana, al menos en lo que a la gastronomía del país andino se refiere.

Por lo demás, el hornado es un plato que acostumbro a comerlo a intervalos, algunas veces en los típicos puestos a pie de calle, con la “caserita”, las pailas y los expositores de acero inoxidable en el borde de las aceras por donde ululan transeúntes, vecinos y rayos de sol, dado su carácter sumamente popular y cercano.

Después de los tantos años que llevo viviendo en Quito, prefiero abordar directamente los lugares donde despierta la esencia del hornado. Me refiero a los patios de comidas en los mercados populares, sea el de Santa Clara o mismamente, el de Iñaquito, ambos situados en el centro-norte de la ciudad. El de Santa Clara, cercano al campus de la Universidad Central, más económico y animado si se quiere, y cuyas mejores características son su colorido e informalidad. Iñaquito, por su parte, más al norte, en pleno centro financiero y a un par de cuadras del edificio que alberga el Registro Civil, y el que más suelo frecuentar por la proximidad al parque de la Carolina y al barrio donde vivo, igualmente bullicioso, siempre lleno de clientes y bocas hambrientas, y donde su reducido patio de comidas comparte prácticamente espacio con los diferentes puestos de comida habilitados, otros que ofrecen diferentes combinaciones de jugos, los puestos de pescadería, carnicería, pollería, legumbres, fruta y especias.

En todo caso, en ambos se respira ese aire de humildad y bendita amabilidad con que la mayor parte de empleados atiende a quienes por allá llegamos, acaso nos mate el hambre o por la simple cuestión de satisfacer la curiosidad. Casi siempre te ofrecen una “yapa” que no es más que una invitación o añadidura que el comerciante ofrece, como simple gesto o ya como abrebocas para que finalmente te sientes en una de las mesas, donde es fácil que al final termines acomodándote y comiendo en régimen de solidaridad con otros conciudadanos que solo conoces durante el trasiego del almuerzo.

La cuestión deriva después en el plato que me como. Tal vez mote. Corvina frita con patatas. O finalmente, el glorioso plato de hornado al que me refería, acerca del que hay diferentes versiones en cuanto a cantidad y precio, prefiriendo el de tamaño medio, suficiente para saciar el apetito junto a una cerveza Cuzqueña de origen peruano, o uno de esos jugos cuyo mejor habilitante son las propiedades que le acompañan, desde los clásicos de tamarindo o coco, hasta los más extraños a ojos foráneos, como el de alfalfa o el de borojó, este último dotado de unos propiedades tales que es capaz de convertirte en un semental vespertino (o al menos eso cuenta la que se lo explica a una ciudadana uruguaya, con todo lujo de detalles).

Ya me dirán: cosas de Quito. Pero sencillas e imposible que no se asimilen con el corazón, así sean en un simple patio de comidas donde si voy vestido con traje y corbata, debo ser el único extravagante del lugar. Aquí no abundan precisamente ni los burócratas, ni aquellos que piensan en restaurantes lujosos y escaparates de centros comerciales. No hay bien que por mal no venga en este caso, ya que nos dejan más anchos, libres y satisfechos, y uno se siente casi como nacido en el lugar, así ya lleve en mis venas muy arraigado el sentido de pertenencia a la tierra donde nací.

Lo más curioso de todo es que el hornado tiene su origen en la península de donde procedo. Sí, como lo leen, lo escuchan y lo digieren. No se me queden con esa mueca, pues nunca hubo cerdos por estas latitudes, al principio de los tiempos en que unos barbudos con armadura se encargaron de socavar el continente -y con cerdos me refiero a los animales, obviamente, cuestión que aclaro para no incluir a otros personajes humanos de dudosa moralidad y pelambre, y donde cada uno es libre de incluir a cualesquiera-.

En alguno de los viajes de Cristobal Colón, debieron incluirse media docena de cerdos ibéricos, más oscuros y roncos, que una vez dieron con el hocico en tierra se extendieron con la celeridad del rayo, desde la actual isla de Cuba hacía Centroamérica y más al sur. Con dichas piaras que asimismo eran despensas a cuatro patas, llegaron también las tradiciones conforme a las cuales ya se cocinaban en tierras españolas, especialmente en lo que se refiere al cochinillo o lechón asado en hornos de leña.

De esa forma llegó a Ecuador, coincidiendo con la fundación de San Francisco de Quito y, posteriormente, se extendió a lo largo de todo el territorio que hoy conocemos como parte del país. El caso es que la propia palabra “hornado” es una derivación del originario “horneado” a fuego lento de los cochinillos o de los cerdos, y el plato evolucionó en la medida en que se añadieron los ingredientes más propios del lugar, como el ajo, la cebolla, la chicha o el achiote.

En este punto, las crónicas e investigaciones citan con frecuencia al mismísimo Inca Garcilaso de la Vega, la tradición de las cocinas de los conventos e incluso a un religioso y erudito de origen belga, Fray Jodoco Ricke, al que suponen como fundador de la primera cervecería local, además de la Escuela Quiteña de Arte, pero quien sienta mayor curiosidad y gusto por los detalles podrán anotar el nombre del poeta Julio Pazos Barrera, que en el curso de la última década publicó dos excelentes libros acerca de la gastronomía ecuatoriana, el primero de ellos editado en el año 2008 con el sugestivo título de El sabor de la memoria; y, más recientemente, La Cocina del Ecuador: recetas y lecturas.

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