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Enrique murió de noche. Lola, no. El corazón de Enrique se paró en un coche, en silencio. Aunque el de Lola seguía latiendo, desde aquel día lo haría con un ritmo más lento, lanzando una lágrima a la aorta por cada gota de sangre.

Enrique murió de noche. Lola, no. El corazón de Enrique se paró en un coche, en silencio. Aunque el de Lola seguía latiendo, desde aquel día lo haría con un ritmo más lento, lanzando una lágrima a la aorta por cada gota de sangre. Unos acordes rápidos de la sintonía acostumbrada, un grito desgarrado y carreras sin freno por el Madrid de los 80. Lola callaba. Después del largo fundido a negro, ella tuvo que levantar sus ánimos y su cuerpo. Se apagaron las sonrisas y comenzó a lucir sabineramente dentro de una gabardina esos huesos que vuelven de la oficina con manchas de soledad. Cuando puso el reloj de Enrique en la muñeca de su hijo, lo tuvo claro: él no iba a volver. Lola no necesita un marido, necesita a Enrique.

Lola cree en muchas cosas. Confía en la gente. Lucha por las mujeres en la España del primer postfranquismo. Cree en el divorcio, en las relaciones prematrimoniales y en las bodas por amor. Y cree que todo eso es compatible. Cree en su familia. Cree en la familia. Es dueña del feminismo más auténtico, coherente y lúcido que jamás oí. Y es capaz de defenderlo sintiéndose inferior a su marido, porque Lola es contradicción. Ella es su tiempo. Es caos, un caos adorable que cualquiera quisiera compartir, que cualquiera debería conocer. Nunca supimos cómo muere Lola. La vimos por última vez en un coche, fundiéndose con la niebla del amanecer urbano, más viva de lo que lo había estado jamás. Llevaba en la mano un par de flamantes anillos de oro.

Hace poco más de una semana se marchó una dama valiente. Ana era dramaturga, guionista, escritora y actriz. Por tener, tenía hasta doble nacionalidad: vino al mundo en Argentina y murió en Madrid, donde había estudiado Filosofía y Letras. Quien a los veinticuatro años logra ser finalista del premio Planeta, no es un ser humano corriente. Eso se le notó desde siempre. Triunfó en cada cosa que hacía, aunque dudo que ella tuviera esa impresión. Interpretó magistralmente, pero escribió mejor. Creó como nadie el realismo sobre las tablas, versionó como pocos, sintió como solo ella podía. E hizo sentir como nunca.

Murió de pie. Ni la leucemia ni un derrame cerebral la tumbaron. Ana murió trabajando, en una junta de la Sociedad General de Autores. Había vivido 77 años y las vidas de muchos personajes. Había parido tantas tramas, regalado tantas historias, alumbrado tantos y tantos escenarios. Ana era extraña. Ana era única. No diré que era la mejor, aunque lo era.

Ana se ha ido, igual que un día nos dejó Enrique. Lola, sin embargo, sigue ahí. Tiene tres hijos, ilusiones nuevas y una sonrisa tan tierna que traspasa la pantalla. Vive en 1983, con una Ley del divorcio recién aprobada y una España a la que poco a poco se le va muriendo la hipocresía. Lola sigue viva.

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