Antes -hace unos años- el ruido no estaba en el interior de las casas. Por esa sencilla razón todos los vecinos podíamos saber si Eugenio, el niño del tambor, estaba a punto de atravesar la barriada. El muchacho de pasos agigantados, cada dos por tres, anunciaba su presencia con su arrítmico martilleo al pellejo de un tambor.

Él -creo que nunca lo supo- siempre traía redobles de muerte; un clamor a Semana Santa que era capaz de helar la sangre en esos meses de verano donde todo quedaba tan lejos, todo estaba por hacer. Por eso pienso que, a pesar de sus cuarenta y pocos años, ya andará muerto. Sería un milagro lo contrario.

Eugenio, con la muerte y el barro bajo la suela de sus zapatos, era una de esas presencias que no gustaban de ver aunque especialmente dolorosas eran esas tardes en las que el joven llevaba tras de sí a una jauría de niñatos que venían acosándolo desde los llanos de La Granja.

En esas ocasiones dejaba de oírse el repiqueteo de la caja y se daba paso al “Eugenio loco” que la banda de niños no dejaban de gritar por las calles. En cambio, el niño no decía nada. Las veces que me topé con él, enfrascado en su carrera, sonaba a esas vacas asustadas que se soltaban y siguen dándose los veranos de feria en Paterna.

Lo recuerdo guapo. De hecho, de no haber sido por aquella desgracia invisible que parecía tener su origen en una escasa y dura infancia, hubiera sido uno de esos niños que triunfan como galanes en la E.G.B. Estoy seguro que hubiera sido elegido como delegado de clase y habría ido a visitar el Parlamento Andaluz, un lunes de clase, como representación de su colegio.

Pero no, no había colegio para él salvo cuando en sus huidas se veía obligado a saltar la valla -casi siempre lo hacía delante de mi casa aprovechando un pequeño terraplén- para distanciarse de aquella muchedumbre que únicamente pretendía su agonía. Alguna que otra vez me contaron que Eugenio, cuando ya no le alcanzaba el aire, prefería esconderse entre los coches ya que ningún niñato, a pesar de encontrarlo hecho un ovillo entre los automóviles, se atrevía a lanzarse sobre él. Nadie. Decían que mordía, pero yo jamás le vi abrir la boca.

Una tarde, desde la azotea de la casa de mis padres, vi cómo lo perseguían. Eugenio ya había abandonado su tambor en una cuneta y el grupo de niños -uno de ellos se paró para hacerse con el pequeño bombo- disfrutaba con la persecución. ¡¡Loco!! ¡¡Loco!! Era cuestión de tiempo que lo alcanzaran, pero no... no iba a ser aquel el día.

Aquella tarde se salvó de una buena paliza por el árbol, por aquel extraño pino de mar adentro que había brotado de la nada ya que alrededor de él sólo había tierra yerma y estéril.

En aquel llano no había nada que echarse a la boca pero sí a los ojos, y vi al joven trepar como una bestia por el tronco hasta alcanzar la copa del pino. Podían ser cinco o seis metros de altura. Era suficiente para no ser alcanzado por aquella tribu de salvajes. Lo justo para poder tocar el cielo.

Uno de la banda intentó subir pero no pudo o no quiso; segundos después se limitó a decir algo y de repente toda la manada empezó a buscar piedras. Yo tendría diez años. Sabía -porque desde que nacemos tenemos la certeza- que el hecho de no salir corriendo para socorrerle no me hacía culpable pero tampoco inocente ante mi propia conciencia.

Y volaron piedras y piedras que terminaron estrellándose a centímetros del muchacho, y Loco, Loco gritaron y más piedras lanzaron hasta que llevó a que apareciera un buitre. Los buitres huelen la muerte. Pero no... ya he dicho que no iba a ser aquel día. Otra tarde tal vez o sucedió ayer mismo (15 de Noviembre de este dichoso año) u ocurrirá mañana porque siempre hay un último mañana. Quién sabe. Lo que sé es que no ocurrió aquella tarde de Julio.

Ese atardecer se acabaron las piedras y sin más piedras que arrojar los niñatos se fueron agotados de tanto gritar y tanto maldecir. Y con los niños, bien lejos, se fue el buitre. Siempre serán capaces de oler la tragedia. Luego -cuando ya no hubo nadie en su mundo- Eugenio salió corriendo hasta que se perdió de mi vista.

* El árbol que salvó al muchacho todavía sigue en pie.

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