Felipe Gónzalez en una imagen de archivo.
Felipe Gónzalez en una imagen de archivo.

Ahora, me temo, nos espera otro espectáculo bochornoso: las fullerías de ilusionista con las que intentarán vendernos la moto de que apoyan a Rajoy.

Si los presentadores de todos los informativos, los editoriales de todos los periódicos y los moderadores de todas las tertulias lo dicen, tiene que ser verdad: Pedro Sánchez ha resultado ser un loco temerario, un arribista mediocre y ambicioso, dispuesto a romper España, empaquetar las sobras y enviárselas a Venezuela con la misma inquina con que Atila enviaba a su pueblo las cabezas cortadas de sus enemigos. No cabe otra explicación. Lo cuentan por la radio, lo repiten en la tele, lo confirman en los bares. Menos mal que en el PSOE queda gente con sentido de la responsabilidad, políticos ilustrados y líderes con una impecable trayectoria de amor al prójimo, capaces de sacrificar sus intereses personales por el bien común. Dirigentes altruistas y sensatos como Susana Díaz, a la que no le va a quedar más remedio, muy a su pesar, que medrar hasta la cima, cuando es mundialmente conocida su aversión al pasilleo y a la treta, su alergia a la conspiración y a la zancadilla. Tenemos suerte. Mucha suerte. Hay que darle las gracias a la presidenta. Lo he leído en los periódicos. En casi todos. Lo ha hecho por nosotros. Lo ha hecho por usted, anónimo vecino. Que no se le olvide. Arrodíllese ante el primer cajero que vea y repita conmigo: "Gracias, Susana".

El martes siguiente a las últimas elecciones, en una cafetería cualquiera, uno de esos marxistas iluminados que ve el fantasma de la oligarquía manejando los resortes de la Historia en todas las esquinas, me preguntó: “¿Qué crees que está haciendo ahora mismo Felipe González?”. En la tele especulaban con una tercera convocatoria, pero el tipo negó con la cabeza y dijo: “O Pedro traga con Rajoy, o Felipe se carga a Pedro. Ya buscará la manera: por las buenas o por las malas. Me juego la pensión”. Menos mal que no acepté. Menos mal que no cobro pensión. A ver si cuando llegue queda algo. Lo dudo.

Felipe. Otra vez Felipe. Qué pesados son los rojos viejos, siempre con el trauma de Felipe, la alargada sombra de Felipe, la sospecha constante de que es Felipe quien guarda los Santos Intereses del Íbex. Uno, que es de otra generación, quizá menos maleada (todavía), tendía a pensar que esa obsesión de la izquierda con Felipe responde a conflictos enquistados, y que a peso de repetirse, el mantra del traidor a la clase obrera, del siervo de la CIA que prostituyó sus principios en Suresnes, aunque fuera verdad, sólo ha servido para centrar su figura como hombre de Estado, engrandeciéndolo sin quererlo ante una parte de la sociedad, la menos politizada, que considera que esos “defectos” ideológicos son, en la práctica, virtudes obligadas para un gobernante: la moderación y el consenso. Así que mejor dejar tranquilo a Felipe. Error.

“Harán lo que haga falta para que nada cambie”, me dijo el colega. Manipular los hechos, hacer que la validez de los argumentos mude según el bando, darle a una sola de las versiones la categoría de verdad absoluta. Y me acordé de él, qué remedio, durante el sainete del Comité Federal. La idea de que debe gobernar la fuerza más votada, esgrimida por algunos socialistas como un estandarte, no sirvió para que el PP se hiciera con la Junta en 2012. Sirve ahora. La bochornosa historia de la urna oculta, magnificada hasta la bufa por algunos medios, no admite la réplica de quienes defienden que el proceso de votación hubiera contado con garantías, porque en constituir una mesa y elaborar un censo para 250 personas se tardan cinco minutos. Pero no hubo tiempo. Casi llegan a las manos, la trifulca trascendió en el momento preciso y ya no se pudo terminar la operación. La opción del voto secreto (pilar de la democracia) se había abortado convenientemente. El resultado de las primarias, que hace tres días era un dogma de fe, se ha vuelto rebatible cuando conviene. La “afinidad” con “otras fuerzas de izquierdas” es útil para sostener los gobiernos de Extremadura, Castilla La Mancha y Comunidad Valenciana, pero peligrosa cuando de lo que se habla es de reescribir el BOE. Las alianzas son volubles. Las razones se disfrazan, se matizan, se reinterpretan al gusto. Las consignas simples se asimilan con una sorprendente rapidez (Pedro Sánchez se ha vendido a Pablo Iglesias) y el público no tiene tiempo ni ganas para buscar argumentaciones alternativas y complejas en el ovillo de porquería que minutan en la tele. Viene todo empaquetado. Listo para digerir. Tampoco vayamos a pensar demasiado. Que piensen otros, que nosotros bastante tenemos con sobrevivir.

“Lo que hace falta para que nada cambie” es un partido camaleónico, que se dice de izquierdas los lunes y los miércoles, de ocho a tres, en Valencia; de centro en Andalucía, de jueves a domingo, de seis a once, cuando pasa revista Ciudadanos; liberal cuando toca modificar la Constitución en 24 horas para que Berlín no tire de la correa; socialdemócrata en la intimidad; obrero el 1 de mayo. “Lo que hace falta para que nada cambie” es una formación que se vende como catalanista en Cataluña, españolista en Sevilla, federalista en Valencia, unitaria en Castilla. “Lo que hace falta para que nada cambie” es una conspiradora experta, dispuesta a montar el circo y a esconderse luego detrás de una gestora, una fórmula tan aséptica como vergonzosa y cobarde. “Lo que hace falta para que nada cambie” es una pasión desaforada por la argucia. “Lo que hace falta para que nada cambie” es una memoria selectiva, que obvie aquellas palabras definitivas de Felipe: “Votar a Izquierda Unida es ayudar a que gobierne la derecha”. (¿Y ahora, Felipe, quién ayuda a quién?). “Lo que hace falta para que nada cambie” es confiar a ciegas en la desmemoria de la masa. “Lo que hace falta para que nada cambie” es repetir tanto el titular (“Pedro-Malo; Podemos-Venezuela; Rojos-Caos”) que la gente lo cante cuando no sepa de qué hablar en los ascensores. “Lo que hace falta para que nada cambie” es un chivo expiatorio sobre el que escupir editoriales. “Lo que hace falta para que nada cambie” son diecisiete rostros de cemento.

Ahora, me temo, nos espera otro espectáculo bochornoso: las fullerías de ilusionista con las que intentarán vendernos la moto de que apoyan a Rajoy, pero no lo apoyan; de que necesitamos un gobierno, pero no un gobierno estable; de que conviene tener Presidente, pero no presupuestos; de que el PSOE se abstuvo, pero en realidad no fue el PSOE. Nada por aquí, nada por allá, cambio de plano y humo de colores. Miren las manos y olvídense de la chistera. ¿Les suena?

A todo esto me acuerdo una y otra vez de la pregunta de mi amigo, en aquella cafetería, un martes por la mañana: “¿Qué crees que estará haciendo Felipe González ahora mismo?”. No se coman la cabeza. Les ahorro el esfuerzo. La respuesta, sin ninguna duda, es la siguiente: “Lo que haga falta”. 

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